Regresar a
Madrid en primavera trajo consigo una avalancha de memorias que remontaron a
2001. Siempre todo remonta a ese año en realidad. Aquella primera juventud y la
intuición potenciada por el encierro de que la vida sucedía en otra parte; una
parte que obstinada e indistintamente insistía en nombrar España o Madrid.
Ciudad amada en
casi todos los regresos. Madrid y los amigos protagonizando esa empresa del
amor. Y el amor, esta vez como lluvia preñando a los amigos y a Madrid,
superponiéndolos, haciéndolos uno.
Madrid. Paseos
por la Plaza del Sol hasta la Mayor. Cañas y croquetas en la barra del Museo
del Jamón, caminatas por Gran Vía, Plaza de España (foto con Sancho y Quijote repetida);
Palacio de Oriente, chocolate espeso y churros en la Botillería, visita a la
Almudena recién restaurada, subida por los Austrias (Plaza de la Paja y
Morería) hasta Tirso de Molina. Un café más a la sombra del dramaturgo y los
mosaicos de Tolouse Lautrec, una certeza latente de que podría valer la pena
regresar a los sitios en donde alguna vez se fue feliz.
Verte tomar
fotos en el Paseo del Prado, desde Atocha hasta Alcalá: fuentes de Neptuno y
Cibeles. Cantar a Sabina otra vez “a la sombra de un león”; ser besada en donde
alguna vez vi besar. Otro chocolate en Bellas Artes. La terraza, que no
queremos pagar, para ver las esculturas de los techos de Gran Vía y el sueño
imperial de Carlos III; la Metrópolis de cúpula de oro. El susurro de Carmen
Martín Gaite repitiendo en mi oído: “a lo más oscuro, amanece Dios…”
Olga, Juan,
Pablo, Martín. La visita a su piso en donde casi nada ha cambiado, solo los
paisajes interiores de nuestra adultez innecesaria, absurda. Noche en Chueca.
Sabores de cazón en adobo que pruebas por primera vez, probándote a ti misma
que puedes romper tus límites, ese odio visceral por los frutos del mar que el
bienmesabe destierra.
Excursión a
Toledo. Mirada alucinada sobre el Tajo y cada una de sus puertas. Boda en San
Juan de los Reyes. Fascinación por el gótico, almuerzo para regimientos famélicos
en la judería, búsqueda de alianzas en las platerías de la ciudad. Regreso en
éxtasis a Madrid. Parque del Retiro, Feria del Libro: Mari Jose, Pepo, Montse;
la obsesión por Cuba; la urgencia de entender(nos) mutuamente.
Domingo en el
Rastro. Tenderetes que ya no son lo que fueran. Ropita hippie que parece burla
más que posibilidad real de llevarla, guiño desde una pobreza que se mantiene
intacta para la chica de barrio, hecha a trompicones y hachazos que siempre
seré. Compra de batas de dormir porque olvidamos los glamourosos pijamas de
algodón que nos acompañarían. Boquerones en Tirso que no tienen el mismo éxito
del cazón; cañitas deliciosas para celebrar, sin saberlo, que este rey abdicará
y que estaremos aquí para vivirlo. Mejor un mandatario menos –especialmente si
está a las puertas de la senilidad octagenaria y gusta de asesinar elefantes-
que un tren estallado en mil pedazos como el que hube de vivir en marzo de
2004.
Lunes en casa
siguiendo las noticias de esta abdicación tan guionada como el gran hermano.
Maletas y mochilas que se alistan para su próxima estación: París; y una tarde
noche (Miriela y Deglis) en donde nos recontamos la historia. Sus paralelos,
sus disfunciones, sus espejos. La historia nuestra, cuatro mujeres en busca de
la felicidad, que es la de una generación y un grupo y un, aquel, país.
Tren de alta
velocidad, Madrid-Barcelona (¡en solo 3 horas!) y trasbordo instantáneo al
Barcelona-París. Policía que pide documentos a unos australianos (por una vez
no son negros o árabes o hispanos) y que nos confunde y pone nerviosas, porque
si están pidiendo documentos, por nosotras han de venir…
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