Saturday, June 7, 2014

París-Colonia


No, no venían por nosotras, por esta vez la sospecha de ser sospechosas, esos pasaportes que aseguran venimos del terrorismo y la visa perpetua, no nos jugaron una mala pasada.

Llegamos a París, a la Gare de Lyon. Y allí Inés, amiga de la familia de mi entrañable Adriana Novoa; argentina hija de gallegos, economía de sobreviviente, de postguerra, generosidad estridente para una escenografía de “tiempos modernos”; verbo incesante, calidez, maternidad, frontalidad dulcemente despiadada.

Con Inés nos internamos en el laberinto de un sistema de trenes subterráneos que trece años después y pasadas ya algunas vidas en los túneles, me sigue pareciendo de los menos amables en las grandes urbes. Tres conexiones hasta llegar a su barrio en la estación de Botzaris y miles de historias que jamás podrían ser reproducidas.

Una ducha, una deliciosa “omelette” hecha por Inés y de nuevo a la calle, a por la luz de primavera reflejada en los vitrales de Notre Dame. 

Pedir suerte y fuerza en el kilómetro cero de la ciudad, adentrarnos brevemente por las pequeñitas calles de Saint Michelle; un café de pie en cualquier barra, una enorme caminata por la ribera oeste del Sena y una rápida mirada vertiginosa sobre las fachadas del barrio latino, el Louvre, el Museo de Orsay, Les Invalides,  La Madeleine, el puente de las artes, el del alma, la torre Eiffel que no “flashea” esta tarde como suele hacerlo; un cansancio iluminador; un guiño cómplice para recordarnos mutuamente que la sensación de privilegio no ha de parar, no puede parar; que recordar de dónde venimos será acaso el único modo posible de saber hacia dónde iremos alguna vez, cuando tengamos un país al que volver…

A la mañana siguiente el París con aguaceros que Vallejo avizorara para morir no se hizo esperar. Lluvia helada sobre nosotras que debíamos cerrar billetes para continuar a Berlín. Gare de’l Est en donde nos comunica una chica parisina con pulsera de banderas americanas y ganas de viajar a los Estados Unidos (y cito) “para quedarse”: que no hay trenes directos a Berlín, menos aún en la hora que los queremos. Que hay una parada obligada en Colonia, en donde sin dudas decidimos quedarnos por una noche, a ver qué nos depara la Germania y sus exactitudes.

De la estación seguimos a Montmatre, muertas de frío, semihúmedas por la llovizna que no cesó y deseosas de escalar (en el funicular) hasta el Sagrado Corazón. Allá nos vamos y con nosotras cientos de turistas obstinados quienes se sientes convocados por la idea de transitar por las mismas callejuelas en donde los grandes maestros de la pintura francesa alguna vez se juntaran; allí donde de algún modo se dio inicio a ese principio que aún sostiene el mercado del arte: la producción de belleza es también un trabajo digno y  por él han de ser remunerados sus jornaleros.

Nos perdemos así por el corazón de la colina de los pintores, previa visita a la sagrada iglesia con su aliento ortodoxo griego, sus vírgenes que recrean a las bizantinas, su ecléctico neoclásico, no por mezclador de escuelas, menos deslumbrante.



Largo paseo por las tienditas de souvenirs, obsesión mía por una crepe de nutella que aquí pareciera, por su precio, estar rebañada en oro y descenso por las plazas hasta llegar al mítico Moulin Rouge, en donde a pesar de que no quedan rastros de Lautrec o las bailarinas de Can-Can, algo de memoria y música puede una inventarse entre la algarabía de un tráfico insoportable.

El metro nos lleva raudo hasta los Campos de Marzo y la Torre Eiffel. Esta última nos da la bienvenida desde su ostentoso principio de desafiar toda gravedad, toda lógica de metales dúctiles. Nos empinamos más de 300 metros y es entonces que entendemos lo majestuoso, la arrogancia del Rey Sol, los excesos dieciochescos  y decimonónicos, el Iluminismo, la Revolución y su parte aguas. Ah, de París y sus colinas, su río caprichoso, su sentir que el corazón del mundo late en sus arterias. Ah, de París con y sin aguaceros, más de una misa puede rezarse en sus calles, sus trenes apestosos, entre su gente poco amable en particular y tan sola como todos en general.

Nos alejamos de la Torre con la sensación de haber visto a Dios tan cerca como este pueda presentarse. Nos apuramos la crepe que en Montmatre se hizo imposible. Nos convencemos de que un paseo por el Sena, en Baton, es algo que solo se vive una vez.

Todas las estaciones en donde el bote recubierto de cristales se detiene son imprescindibles: Saint Germain, Museo de Orsay, Hotel de Ville, Jardín Botánico, el Louvre, los Campos Eliseos en donde decidimos bajarnos para caminar hasta el Arco de Triunfo; pero un espantoso aire frío nos hace repensar la empresa y sólo alcanzamos a meternos en el metro que nos conducía a casa, que era decir: vino tinto, lasagna, Inés y sus increíbles historias de muchas vidas, muchas sabias…

Amanece por tercera vez sobre París y a pesar de mi obsesión por los impresionistas y el Orsay, convengo con N. que debemos ver el Louvre; para ella sería su primera vez; para mí una urgencia de reconciliarme con algo que en el 2001 me trajo solo angustia y urgencia de correr cuando ya había visto la Mona Lisa y la Victoria de Samotracia. Historias que aquí no valen más que para convenir que mejor el Louvre que el Orsay para esta vez.

Eran masas imparables de turistas, como imparable fue también nuestra necesidad de beberlo todo: de Grecia a Egipto. De los dioses de piedra a los sarcófagos de madera. De la Venus de Milo al Escriba Sentado. De la escuela florentina a la veneciana para los renacentistas. Del Greco a Goya para los españoles. De De la Croix a Ingres para los franceses. De la escuela holandesa a las voces de las entrañables Guadalupe Ordaz y María Elena Jubrías, repitiendo otra vez la misma lección de arte universal en mi oído, haciéndome regresar a esa edad en donde toda la vida estaba por pasar y quedaba entre París y Nueva York y yo entornaba los ojos de nostalgia por lo que no me tocaría vivir…

Presas de la extenuación y la belleza nos dispusimos con el resto de las miles de almas que se nos cruzaban a recorrer (hoy sí) los Campos Elíseos hasta el Arco de Triunfo. De la lluvia helada del día anterior, pasamos a un calorcito intensamente amable que nos invitó a un baño de sol de media hora en los bordes de una fuente.

Caminamos hasta el obelisco egipcio (parada para foto) y seguimos remontando hasta ese punto de los Campos en donde los árboles se convierten en infinitas tiendas. En ese “no lugar” que supone estar aquí con los lumínicos de Levi, Benetton, Versace, Zara, Starbucks (parada para expreso); acompañando cualquier paseo en el “mundo civilizado”…

A unos pasos del Arco de Triunfo nos detienen. No es posible pasar. La policía ocupa todos los espacios; acordona las aceras. Dicen que es Obama; sin embargo, las banderas que cubren toda la avenida son inglesas… Je ne comprends pa… pero da los mismo… allí está el arco, el triunfo de los aliados, la memoria de que alguna vez el mundo occidental se reinventó desde lo más bajo de sus propias cenizas para hacerlo todo de nuevo…

Para despedirnos de París, regresamos a Notre Dame. Con instinto circular, volvemos a la primera Plaza (Hotel de Ville); la luz de la infinita tarde sobre los vitrales, el Sena callado y amable para los cientos de botes con cenas y cocteles o con simples turistas alucinados con la mucha grandeza de estos edificios de reminiscencia imperial y revolucionaria a la vez.

Nos internamos de nuevo en Saint Michelle. Nos sorprende un puesto que intuimos (la certeza no fue posible tenerla) argelino o marroquí y una pita con cordero, papas fritas, lechuga, tomate y salsa de yogurt nos invita desde allí. La devoramos de vuelta a Nuestra Señora de París, en lo más íntimo y público de la Ille de France y decimos en silencio adiós a París mientras un grupo de ancianos rusos (edad promedio 85 años y por sus insignias veteranos de alguna guerra) invaden la plaza. Esto sucede quizá sólo para recordarnos que siempre hemos de seguir por donde el río (el Sena o cualquier otro) nos lleve; que luchar solo vale para disfrutar con mayor intensidad la sobrevivencia, que viajamos para poner en perspectiva la pequeñez de nuestro mundo frente a la suma de pequeñeces de otros mundos posibles…Ah, de Voltaire y sus lecciones.

Ahora es otro tren destino a Colonia, uno que ha salido desde la Gare du
Nord en Paris hacia un país en donde N. lo dirá todo porque domina su peculiar lengua y por primera vez (quizá en mi vida entera) miraré y escucharé sin tener idea exacta de cuánto sucede… y eso presiento, traerá un descanso, largamente añorado…

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