Sunday, June 8, 2014

Colonia-Berlín


Llegamos a la estación central y única de Colonia y mi sueño de no entender se hizo realidad al instante. La primera etapa de esta nueva jornada parecía simple: llegar al hotel desde dicha estación y para ello me había asegurado de buscar en google maps las direcciones exactas que estos proveen: “en la calle tal gire a la derecha, camine 200 metros y gire a la izquierda”. Eso sería todo, pero Nein! ninguno de los que con certeza parecían naturales de la ciudad, tenían idea de cómo llegar a la primera calle en donde caminar los 200 metros y hacer la izquierda. Para colmo (y previa sugerencia mía) N. había preguntado en un hotel de la misma cadena en que nos hospedaríamos, cómo llegar al nuestro y la señora de la carpeta le dio el nombre de una plaza (Barbarossaplatz), muy famosa y muy desconocida para quienes nos acercábamos a indagar.

Si bien google aseguraba que en dos kilómetros (una caminata de 15 minutos) ya estábamos en el hotel, los hechos iban demostrando lo contrario. Nadie sabía de las calles o la plaza y  aunque el excelente alemán de N. era todo nuestro resguardo para no colapsar, las espaldas penitentes bajo las mochilas ya pensaban distinto.
Lo más gracioso de lo que duró esta búsqueda sucedió a través del denominador común de las respuestas que nos daban los “colonos”. Cada vez que les pedíamos instrucciones para llegar a la plaza o el hotel, todos recomendaban que tomáramos el tren. No explicaban. Sólo se alucinaban ante nuestro empecinamiento de caminar por 15 minutos seguidos estando tan cargadas: aber bitte, nehmen Sie den Bahn! (¡por favor tomen el tren!). Lo repitieron tanto y tan constantemente, que llegaron a colocarnos la duda, a inquietarnos mutuamente y cuestionarnos mitad en serio, mitad en broma: ¿por qué no tomamos el tren?
Llegamos al hotel cansadas; pero victoriosas. Después de todo, era posible llegar allí desde la estación dando un lindo paseo por las calles del mercado y unas placitas desconocidas que sin duda mejoraban a la de los “bárbaros” que no llegamos a ver porque el tren no lo cogimos jamás.
Descansamos por unas horas largas y para cuando el sol se hizo más amable (¡llegó por fin el verano a la Germania y esperemos que a la Galia también!) nos dispusimos a explorar el Altstadt (ciudad vieja) que a la orilla del río nos dio una pintoresca bienvenida con sus casitas de techos puntiagudos y colores intensos en paleta pastel.
El medioevo es el elemento imaginario con el que se trafica en Colonia. Todos los edificios parecen competir para probar que sus piedras fueron alzadas allí, en algún momento entre los siglos XII y XIII, cuando los guerreros tenían muy claro su código de honor y las doncellas esperaban en torreones que simulaban coronas desde las que ellas agitarían su pañuelito blanco.

Entramos sin pensarlo en una taberna que nos convocó. Su decoración una gigante rueda de la fortuna y unos camareros luciendo vestuario de época: pantalones y faldas rojas, blusas  y camisas blancas, chalecos también rojos y acordonados sobre el pecho, zapatillas de tela; escenario listo para el rodaje de cualquier cantar de gesta.
Fascinadas y solas nos sentamos en una larga mesa en donde estudiamos la carta que ante todo aleccionaba sobre la tradición y antigüedad del lugar: construida en el siglo XIII había sido posada para peregrinos y viajeros de toda clase que desde entonces degustaban allí sus exquisitos chorizos acompañados de enormes jarras de cerveza medidas no en volumen, sino en metros. Para N. nada ha sido más impresionante en este viaje que los metros y medio metros de cerveza que se pedían los comensales de la taberna. Servidos en vasitos de 0.1 litro y puestos uno detrás de otro, los nativos piden la cerveza de este modo y en grupos beben por metros el alcohol.
No estuvimos a la altura, pues impresionadas por la cantidad, sólo alcanzamos a pedir vasos simples para acompañar un delicioso medio metro (sí, también miden así la comida) de un chorizo con papas y coles encurtidas. Las mismas coles que en la década de los ochentas solían servir en la Cuba socialista para acompañar nuestras croquetas con pan suave.
Degustamos el medio metro de embutido y continuamos el paseo por la ciudad vieja, a lo largo del río. Otros cientos de turistas se complacían en beber metros de cervezas y comer chuletas y piernas de cerdo (todo en plan pantagruélico y medieval) en las terrazas que con sus mesitas impecablemente puestas y sus porteros convidando a los paseantes, daban la bienvenida a este verano que en Colonia promete dejar decenas de miles de euros a los propietarios de los locales y los productores de cerveza artesanal.
Caminamos con calma por un par de horas más: un helado italiano, un café en un restaurante mexicano, una vuelta alrededor de la gótica catedral del siglo XIII, una vista rápida sobre las muestras de ruinas romanas que exhiben en vitrinas gigantes. Capiteles dóricos, jónicos y corintios; tapas de sarcófagos, memoria de la presencia imperial en la vieja Germania y su caída.
De regreso al hotel nos fascinó un barco por el río en donde  miles (aquí miles quiere decir miles y no exagero nada) de jóvenes bailaban y cantaban delirantes, estremeciendo a su paso la ciudad.
Otro detalle curioso fue que al pasar por una de las plazas aledañas a la catedral, unos hombres la acordonaban prohibiendo el paso por el área central de la plaza, había que bordearla y la razón para ello era que dicho espacio además de sitio de paso habitual es el techo del teatro en donde la filarmónica de Colonia ensaya y hace sus actuaciones. Viniendo de donde venimos, no es detalle menor este respeto por la música y sus silencios…
Esta mañana regresamos caminando a la estación (ya muy sabidas de la ruta y sin preguntar) y almorzamos un Schnitzel (chuleta) delicioso en un restaurant turco que ayer nos cautivó cuando pasábamos al río.
Ahora se acerca Berlín y en este tren, una señora alemana ha partido en dos un pan para compartirlo con su marido y al hacerlo, lo ha medido para comprobar de que cada uno de ellos, comerá la misma cantidad. La escena (que aún me resisto a creer es cotidiana, sino excepcional) ha dejado en nosotras un impacto profundo que aún no sabemos explicar…

Saturday, June 7, 2014

París-Colonia


No, no venían por nosotras, por esta vez la sospecha de ser sospechosas, esos pasaportes que aseguran venimos del terrorismo y la visa perpetua, no nos jugaron una mala pasada.

Llegamos a París, a la Gare de Lyon. Y allí Inés, amiga de la familia de mi entrañable Adriana Novoa; argentina hija de gallegos, economía de sobreviviente, de postguerra, generosidad estridente para una escenografía de “tiempos modernos”; verbo incesante, calidez, maternidad, frontalidad dulcemente despiadada.

Con Inés nos internamos en el laberinto de un sistema de trenes subterráneos que trece años después y pasadas ya algunas vidas en los túneles, me sigue pareciendo de los menos amables en las grandes urbes. Tres conexiones hasta llegar a su barrio en la estación de Botzaris y miles de historias que jamás podrían ser reproducidas.

Una ducha, una deliciosa “omelette” hecha por Inés y de nuevo a la calle, a por la luz de primavera reflejada en los vitrales de Notre Dame. 

Pedir suerte y fuerza en el kilómetro cero de la ciudad, adentrarnos brevemente por las pequeñitas calles de Saint Michelle; un café de pie en cualquier barra, una enorme caminata por la ribera oeste del Sena y una rápida mirada vertiginosa sobre las fachadas del barrio latino, el Louvre, el Museo de Orsay, Les Invalides,  La Madeleine, el puente de las artes, el del alma, la torre Eiffel que no “flashea” esta tarde como suele hacerlo; un cansancio iluminador; un guiño cómplice para recordarnos mutuamente que la sensación de privilegio no ha de parar, no puede parar; que recordar de dónde venimos será acaso el único modo posible de saber hacia dónde iremos alguna vez, cuando tengamos un país al que volver…

A la mañana siguiente el París con aguaceros que Vallejo avizorara para morir no se hizo esperar. Lluvia helada sobre nosotras que debíamos cerrar billetes para continuar a Berlín. Gare de’l Est en donde nos comunica una chica parisina con pulsera de banderas americanas y ganas de viajar a los Estados Unidos (y cito) “para quedarse”: que no hay trenes directos a Berlín, menos aún en la hora que los queremos. Que hay una parada obligada en Colonia, en donde sin dudas decidimos quedarnos por una noche, a ver qué nos depara la Germania y sus exactitudes.

De la estación seguimos a Montmatre, muertas de frío, semihúmedas por la llovizna que no cesó y deseosas de escalar (en el funicular) hasta el Sagrado Corazón. Allá nos vamos y con nosotras cientos de turistas obstinados quienes se sientes convocados por la idea de transitar por las mismas callejuelas en donde los grandes maestros de la pintura francesa alguna vez se juntaran; allí donde de algún modo se dio inicio a ese principio que aún sostiene el mercado del arte: la producción de belleza es también un trabajo digno y  por él han de ser remunerados sus jornaleros.

Nos perdemos así por el corazón de la colina de los pintores, previa visita a la sagrada iglesia con su aliento ortodoxo griego, sus vírgenes que recrean a las bizantinas, su ecléctico neoclásico, no por mezclador de escuelas, menos deslumbrante.



Largo paseo por las tienditas de souvenirs, obsesión mía por una crepe de nutella que aquí pareciera, por su precio, estar rebañada en oro y descenso por las plazas hasta llegar al mítico Moulin Rouge, en donde a pesar de que no quedan rastros de Lautrec o las bailarinas de Can-Can, algo de memoria y música puede una inventarse entre la algarabía de un tráfico insoportable.

El metro nos lleva raudo hasta los Campos de Marzo y la Torre Eiffel. Esta última nos da la bienvenida desde su ostentoso principio de desafiar toda gravedad, toda lógica de metales dúctiles. Nos empinamos más de 300 metros y es entonces que entendemos lo majestuoso, la arrogancia del Rey Sol, los excesos dieciochescos  y decimonónicos, el Iluminismo, la Revolución y su parte aguas. Ah, de París y sus colinas, su río caprichoso, su sentir que el corazón del mundo late en sus arterias. Ah, de París con y sin aguaceros, más de una misa puede rezarse en sus calles, sus trenes apestosos, entre su gente poco amable en particular y tan sola como todos en general.

Nos alejamos de la Torre con la sensación de haber visto a Dios tan cerca como este pueda presentarse. Nos apuramos la crepe que en Montmatre se hizo imposible. Nos convencemos de que un paseo por el Sena, en Baton, es algo que solo se vive una vez.

Todas las estaciones en donde el bote recubierto de cristales se detiene son imprescindibles: Saint Germain, Museo de Orsay, Hotel de Ville, Jardín Botánico, el Louvre, los Campos Eliseos en donde decidimos bajarnos para caminar hasta el Arco de Triunfo; pero un espantoso aire frío nos hace repensar la empresa y sólo alcanzamos a meternos en el metro que nos conducía a casa, que era decir: vino tinto, lasagna, Inés y sus increíbles historias de muchas vidas, muchas sabias…

Amanece por tercera vez sobre París y a pesar de mi obsesión por los impresionistas y el Orsay, convengo con N. que debemos ver el Louvre; para ella sería su primera vez; para mí una urgencia de reconciliarme con algo que en el 2001 me trajo solo angustia y urgencia de correr cuando ya había visto la Mona Lisa y la Victoria de Samotracia. Historias que aquí no valen más que para convenir que mejor el Louvre que el Orsay para esta vez.

Eran masas imparables de turistas, como imparable fue también nuestra necesidad de beberlo todo: de Grecia a Egipto. De los dioses de piedra a los sarcófagos de madera. De la Venus de Milo al Escriba Sentado. De la escuela florentina a la veneciana para los renacentistas. Del Greco a Goya para los españoles. De De la Croix a Ingres para los franceses. De la escuela holandesa a las voces de las entrañables Guadalupe Ordaz y María Elena Jubrías, repitiendo otra vez la misma lección de arte universal en mi oído, haciéndome regresar a esa edad en donde toda la vida estaba por pasar y quedaba entre París y Nueva York y yo entornaba los ojos de nostalgia por lo que no me tocaría vivir…

Presas de la extenuación y la belleza nos dispusimos con el resto de las miles de almas que se nos cruzaban a recorrer (hoy sí) los Campos Elíseos hasta el Arco de Triunfo. De la lluvia helada del día anterior, pasamos a un calorcito intensamente amable que nos invitó a un baño de sol de media hora en los bordes de una fuente.

Caminamos hasta el obelisco egipcio (parada para foto) y seguimos remontando hasta ese punto de los Campos en donde los árboles se convierten en infinitas tiendas. En ese “no lugar” que supone estar aquí con los lumínicos de Levi, Benetton, Versace, Zara, Starbucks (parada para expreso); acompañando cualquier paseo en el “mundo civilizado”…

A unos pasos del Arco de Triunfo nos detienen. No es posible pasar. La policía ocupa todos los espacios; acordona las aceras. Dicen que es Obama; sin embargo, las banderas que cubren toda la avenida son inglesas… Je ne comprends pa… pero da los mismo… allí está el arco, el triunfo de los aliados, la memoria de que alguna vez el mundo occidental se reinventó desde lo más bajo de sus propias cenizas para hacerlo todo de nuevo…

Para despedirnos de París, regresamos a Notre Dame. Con instinto circular, volvemos a la primera Plaza (Hotel de Ville); la luz de la infinita tarde sobre los vitrales, el Sena callado y amable para los cientos de botes con cenas y cocteles o con simples turistas alucinados con la mucha grandeza de estos edificios de reminiscencia imperial y revolucionaria a la vez.

Nos internamos de nuevo en Saint Michelle. Nos sorprende un puesto que intuimos (la certeza no fue posible tenerla) argelino o marroquí y una pita con cordero, papas fritas, lechuga, tomate y salsa de yogurt nos invita desde allí. La devoramos de vuelta a Nuestra Señora de París, en lo más íntimo y público de la Ille de France y decimos en silencio adiós a París mientras un grupo de ancianos rusos (edad promedio 85 años y por sus insignias veteranos de alguna guerra) invaden la plaza. Esto sucede quizá sólo para recordarnos que siempre hemos de seguir por donde el río (el Sena o cualquier otro) nos lleve; que luchar solo vale para disfrutar con mayor intensidad la sobrevivencia, que viajamos para poner en perspectiva la pequeñez de nuestro mundo frente a la suma de pequeñeces de otros mundos posibles…Ah, de Voltaire y sus lecciones.

Ahora es otro tren destino a Colonia, uno que ha salido desde la Gare du
Nord en Paris hacia un país en donde N. lo dirá todo porque domina su peculiar lengua y por primera vez (quizá en mi vida entera) miraré y escucharé sin tener idea exacta de cuánto sucede… y eso presiento, traerá un descanso, largamente añorado…

Wednesday, June 4, 2014

Madrid-París


Regresar a Madrid en primavera trajo consigo una avalancha de memorias que remontaron a 2001. Siempre todo remonta a ese año en realidad. Aquella primera juventud y la intuición potenciada por el encierro de que la vida sucedía en otra parte; una parte que obstinada e indistintamente insistía en nombrar España o Madrid.
 
Ciudad amada en casi todos los regresos. Madrid y los amigos protagonizando esa empresa del amor. Y el amor, esta vez como lluvia preñando a los amigos y a Madrid, superponiéndolos, haciéndolos uno.

Madrid. Paseos por la Plaza del Sol hasta la Mayor. Cañas y croquetas en la barra del Museo del Jamón, caminatas por Gran Vía, Plaza de España (foto con Sancho y Quijote repetida); Palacio de Oriente, chocolate espeso y churros en la Botillería, visita a la Almudena recién restaurada, subida por los Austrias (Plaza de la Paja y Morería) hasta Tirso de Molina. Un café más a la sombra del dramaturgo y los mosaicos de Tolouse Lautrec, una certeza latente de que podría valer la pena regresar a los sitios en donde alguna vez se fue feliz.

Verte tomar fotos en el Paseo del Prado, desde Atocha hasta Alcalá: fuentes de Neptuno y Cibeles. Cantar a Sabina otra vez “a la sombra de un león”; ser besada en donde alguna vez vi besar. Otro chocolate en Bellas Artes. La terraza, que no queremos pagar, para ver las esculturas de los techos de Gran Vía y el sueño imperial de Carlos III; la Metrópolis de cúpula de oro. El susurro de Carmen Martín Gaite repitiendo en mi oído: “a lo más oscuro, amanece Dios…”
Olga, Juan, Pablo, Martín. La visita a su piso en donde casi nada ha cambiado, solo los paisajes interiores de nuestra adultez innecesaria, absurda. Noche en Chueca. Sabores de cazón en adobo que pruebas por primera vez, probándote a ti misma que puedes romper tus límites, ese odio visceral por los frutos del mar que el bienmesabe destierra.


Excursión a Toledo. Mirada alucinada sobre el Tajo y cada una de sus puertas. Boda en San Juan de los Reyes. Fascinación por el gótico, almuerzo para regimientos famélicos en la judería, búsqueda de alianzas en las platerías de la ciudad. Regreso en éxtasis a Madrid. Parque del Retiro, Feria del Libro: Mari Jose, Pepo, Montse; la obsesión por Cuba; la urgencia de entender(nos) mutuamente.

Domingo en el Rastro. Tenderetes que ya no son lo que fueran. Ropita hippie que parece burla más que posibilidad real de llevarla, guiño desde una pobreza que se mantiene intacta para la chica de barrio, hecha a trompicones y hachazos que siempre seré. Compra de batas de dormir porque olvidamos los glamourosos pijamas de algodón que nos acompañarían. Boquerones en Tirso que no tienen el mismo éxito del cazón; cañitas deliciosas para celebrar, sin saberlo, que este rey abdicará y que estaremos aquí para vivirlo. Mejor un mandatario menos –especialmente si está a las puertas de la senilidad octagenaria y gusta de asesinar elefantes- que un tren estallado en mil pedazos como el que hube de vivir en marzo de 2004.

Lunes en casa siguiendo las noticias de esta abdicación tan guionada como el gran hermano. Maletas y mochilas que se alistan para su próxima estación: París; y una tarde noche (Miriela y Deglis) en donde nos recontamos la historia. Sus paralelos, sus disfunciones, sus espejos. La historia nuestra, cuatro mujeres en busca de la felicidad, que es la de una generación y un grupo y un, aquel, país.

Tren de alta velocidad, Madrid-Barcelona (¡en solo 3 horas!) y trasbordo instantáneo al Barcelona-París. Policía que pide documentos a unos australianos (por una vez no son negros o árabes o hispanos) y que nos confunde y pone nerviosas, porque si están pidiendo documentos, por nosotras han de venir…