Sunday, September 30, 2018

Karla Suárez y el hijo del héroe ante el espejo


Karla Suárez nos lo ha vuelto a explicar. Y la vemos mantenerse "karla" al hacerlo. Quiere esto decir: sin estridencias, sin efectismos demandados por la editorial X; sin autocensura, sin perderse en el camino del resentimiento. Y sin embargo, hay tanta conmoción... Suárez apela, una vez más, a los "silencios" en la historia oficial. Pero esta vez la familia colocada al centro de su novela no se detiene en análisis profundos e intimistas en torno a la cotidianidad que los subyuga o mejora; procurando así un recuento de la vida nacional y sus desmanes sino que más bien se desliza hacia un "afuera" que actúa como sombrilla mayor, como macro-relato al que los actantes asisten sin invitación previa (mitad inercia, mitad mandato). 

Ese macro-relato se articula en torno al más violento de los episodios que marcara al menos a tres generaciones de cubanos: la guerra de Angola. Sus infinitas y mortales aspas tocándonos aún. Los 2106 muertos como un número aproximado, nunca exacto. Aquel 7 de diciembre en que vimos desfilar sus cuerpos de madera abanderada. El silencio, insisto.

El hijo del héroe (Editorial Comba, 2017) es la novela que la generación de Suárez había dicho en canción (la "Angola" de Frank Delgado); en versos (los Apuntes de Mambrú de Yamil Díaz); en artes visuales (la instalación Angola de Tania Bruguera); y también en novela (Cañón de Retrocarga, de Alejandro Álvarez Bernal); pero nunca desde esta noción de fraude y desencanto. No en una novela que, contra toda actualización del género, siga pareciendo con Stendhal un espejo colocado a lo largo del camino. Porque nada falta más en los interseccionados discursos que pergeñan lo cubano que un espejo. Y Suárez, como la gran novelista que es, lo sabe.

Angola, en quehaceres estrictamente narrativos, era capítulo pendiente. Angola es en la novela de Suárez, obsesión y motivo que se desvela como fraude. Uno que casi treinta años después no había terminado de ser desenmascarado en la gran escena de los traumas nacionales, transnacionales y postnacionales. El ente disfuncional que somos, adquirió parte de su cuerpo en esa guerra. La imposibilidad de decirla a fondo, nos consume. 

Ernesto (homenaje de los padres del personaje a Guevara) es un niño gracioso y tímido que tiene una hermana que se llama Tania (el mismo homenaje de los padres ficticios a la guerrillera); y una mamá que baila y una abuela sabia y una banda de tíos deliciosos que se reúnen a comer, beber y hablar de política los domingos y unos amigos con los que se pierde en el parque Almendares, creando paraísos que junto a los domésticos se romperán de un golpe cuando sabe de la muerte de su padre en la lucha armada de Angola. 

Continuar reseñando las anécdotas que alimentan la configuración del personaje Ernesto parece fútil. Si nos acercamos a la vida de cualquier niño/a nacido a finales de los sesentas, principios de los setentas en la isla; la foto emerge casi idéntica: formación escolar que puede terminar en estudios universitarios, posterior descalabro político y económico, escasez, migración si la suerte ayuda (es el caso) y regresos a la isla para reencontrar familia y amigos (los pocos que se hayan quedado). Anécdotas fútiles que por eso mismo importan. 

Karla Suárez lo hace a propósito. Ernesto y su hermana Tania son todos nosotros. Y en la simpleza de esa verdad descansa la grandeza del texto. Los que se fueron, los que se quedaron, los que han estado largamente paralizados por la pérdida; los que todavía siguen en la oscuridad de no saber a ciencia cierta qué pasó en aquel difícil continente. Nosotros en la ignorancia. Ellos muertos. La segmentación de la verdad que durante unas noches de nuestra infancia se llamó "caso Ochoa". La segmentación de la verdad que treinta años después cada 7 de diciembre  se asoma en la esquina del periódico nacional, en el homenaje de bandera a media asta con que pretenden recordarlos. Nada sabemos. Y esa es la brutalidad de la anécdota final, el absoluto knock out con que Suárez nos estremece. 

Decía bell hooks, que vivimos en una sociedad que nos ha hecho creer que no hay dignidad en la pasión, que mostrar sentimientos profundos es una manera de auto-representarnos o pensarnos como inferiores. Y esto es efectivamente cierto y lo recuerdo mientras intento poner juntas algunas ideas en torno a esta novela. De modo que hago de bell hooks mi escudo, visto sus palabras de regalo porque lo mejor que tengo para decir en torno a El hijo del héroe es que en su espejo he visto todas las lágrimas mías y también todas las de los héroes, sus padres, sus hijos... es decir, la de tres generaciones de cubanos en la ignorancia. Los mismos que después de esta novela quizás encontremos fuerza mayor para seguir recomponiendo nuestras sesgadas partes. 

Tuesday, December 13, 2016

En el azul del cielo

Judith Morales Montes de Oca es una rara avis si de encorsetarla en un grupo generacional y sus demandas estéticas y éticas se trata.

Nacida en Pinar del Río en 1963, podría ser más o menos puesta en el mapa literario de “los ochentas”; pero no. Su debut no ocurre hasta que publica las Historias de Mamá Vieja (Ediciones Loynaz, 2000) en el género de literatura infantil y sobre todo cuando gana el Premio UNEAC de Novela Cirilo Villaverde en el 2001 por su novela Escorpión (Ediciones Unión 2002). Texto ese al que habrá que asignar (lo hice en su momento, pero hace falta más) el exacto valor de literatura fundacional que posee. Funda en tanto relata la historia de los exiliados cubanos desde la perspectiva de quienes permanecieron en la isla. El exilio como proceso simbiótico y total se da en Escorpión como en ningún otro texto anterior a él.

Más tarde, Morales Montes de Oca ganó el Premio de Narrativa y Premio Especial Inter-géneros Hermanos Loynaz 2000 con otra novela Las jinetas compramos en boutiques, publicado como Juegos prohibidos (Renacimiento, 2008, España y Eriginal Books, 2013).

Y no es hasta ahora que regresa con nueva ¿novela? En el azul del cielo (Asopazco Edita, 2016). La interrogación a la que someto el género literario de esta entrega de Judith Morales Montes de Oca es justo el centro de análisis de mi reseña. En el azul del cielo puede ser, sin duda alguna, leída como novela por su claro argumento, aparición de personajes, diégesis, dialogismos y relaciones cronotópicas. Sin embargo, el regusto que deja al lector, entrenado o no, va más allá de toda frontera genérica. Se trata de un fragmentado epistolario, un libro de memorias y especialmente de un testimonio contado en segunda persona.

La autora no se excusa para contar un relato verdadero. No interesa saber si es el suyo o no. Sabemos que es la de alguien de rostro cercano, reconocible... Que la voz de la historia nacional cubana de los últimos 57 años se entremezcla aquí con la íntima de cualquier hijo de vecino. Todo evento es verificable. Las marchas del pueblo combatiente, el sacrificio familiar, los CDR, la Zafra de los Diez Millones, el grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, los estudios, las escuelas al campo, Angola, la desaparición de los hermanos soviéticos, la orfandad, Angola, el suicidio.

Las cartas del padre y los “flashes” memoriosos que la autora va entrelazando, son un ajuste de cuenta más de la sociedad civil cubana con su historia. El valor testimonial de esta nueva pieza de Morales Montes de Oca, permite, a su vez, que sea leída como documento de archivo. Uno que intente correr el tupido velo de silencio con el que la historia oficial de la isla, su gobierno, ha intentado sofocar las historias íntimas de la familia cubana.

Y de ello es consciente la propia escritora quien hacia el final de su texto explicita, parcialmente, el que quizá sea su valor más obvio: el mostrar desde el préstamo de la voz (la narradora, en gesto ventrílocuo habla por el padre) y la praxis (el devenir exílico o insílico de sus hijos) la historia de esa generación que quedó atrapada entre su deber ser -el destino nacional  y excepcional al que fueron abocados y que tan rotundamente fracasó- y la imposibilidad de encontrar salida a su propia trampa. Desembocando todo lo anterior en la muerte física o la muerte simbólica de la primera generación y el trauma acarreado por sus descendientes.

En el azul del cielo, es una nueva entrevista con la historia, al estilo de Oriana Fallaci y un recordatorio a ese pequeño y terrible enemigo íntimo que nos acompaña: el del sujeto cívico y eslabón indispensable del entramado familiar, en franca e incansable pelea con el sujeto histórico y sus demandas, no siempre tan azul como el cielo de las islas.



Wednesday, August 24, 2016

Poderosa Atemporalidad del Agua y sus Silencios

El Agua que mece el silencio (Vaso Roto, 2015) de la autora mexicano-libanesa Rose Mary Salum presenta una colección de pequeños relatos que bien podrían ser leídos como novela breve; pero más allá, bien podrían ser leídos desde el pasado como presente inmediato y me atrevo a asegurar lo mismo de cara al futuro. Tal es la esencia de la mejor literatura. Tal el poder del agua que los baña y los mece en su cuna de eternas resonancias.

Esta serie de brevísimos episodios interconectados presenta temas angustiosamente universales (las guerras, las religiones, la familia, el amor, la fraternidad, la política, la vida pública versus la vida privada, etc.) desde la perspectiva de narradores niños quienes desde sus respectivos estados de candidez, incertidumbre, ilusión o miedo, no permiten al lector cerrar círculo de recepción ideológica alguna. No desde los trasnochados estancos de autoridad o poder (político o textual). Y justo en esa entelequia (en el sentido original del término aristotélico de 'fin en sí mismo'), descansa a mi juicio, el mayor de los aciertos en la propuesta narrativa de Salum.

La autora ha sabido crear y yuxtaponer con suaves mañas de narradora atenta una serie de eventos tan atemporales como reconocibles, tan íntimos como públicos, tan trascendentes como prescindibles. A través de esas unidades poderosamente creadoras pero también destructivas que siguen siendo la familia y sus sistemas de escolástica privada, Rose Mary Salum nos hace recorrer un profundo espectro emocional a través de sus variopintos personajes. Para ello, nos somete al ejercicio de hacernos testigos tanto de su violencia, su miseria o sus frustraciones como de su esperanza, su capacidad de reinvención, su movilidad, su sistema de valores... Pero todo acontece, enfatizo, desde plurales aguas (eternas, escurridizas, dóciles o bravas)  en donde los niños, azorados o felices, presentan escenarios ajustables a toda cultura, toda edad, todo espacio.

Si bien no podemos pasar por alto los destellos oníricos del texto: "A mi mamá la conectaron a una pared porque tiene una sandía en el estómago". (Salum 41), resulta asimismo importante anotar que se trata de un rejuego con la estética surrealista que tenga como fin último un informe sobre esa descentralización de la histórica voz autoritaria a la que largamente nos han acostumbrado y que aquí vengo reseñando. En estas guerras, sistemas de adoración religiosos, representación de hombres, mujeres y niños, no hay lugar para las jerarquías. No para el maniqueo aburrido binario de buenos contra malos. Judíos, musulmanes y cristianos perviven armónicos (diegesicamente hablando) en este pequeño concierto ecuménico que el libro modesta, pero certeramente, termina siendo. 

Celebro El agua que mece el silencio con una cierta y renovada fe en el tiempo que vendrá. Ese que la propia autora de modo incidental e inconsciente vaticina al decirnos de soslayo que hay "(...) una zona de esperanza donde todo es silencio". (Salum 40) Inocente e infantil fe que aspira al fin de las guerras y las etiquetas religiosas y las barbaries cometidas en su nombre. Fe en la literatura como ángel anunciador de una paz por venir. 

Fe en el agua que canta y sobre todo en la que desde siempre ha hecho silencio. 


Friday, August 19, 2016

La fotografía de Miriela Rodríguez: solo Clavileño nos regresará a la ínsula y la luna lo sabe
Revisitar a El Quijote con afán de entender quiénes somos y hacia dónde vamos en Iberoamérica es ejercicio bastante menos ejecutado de lo que quizá sería necesario. Nos excusa el pensamiento post-colonial (baste ya, mi bien, de mirar a la Metrópoli para encontrar cobijo entre significantes lingüísticos y simbologías decantadas a partir de ellos). Y eso, quizá, esté muy bien. Si acaso lo resolvemos con los Estudios Trasatlánticos. Pero Quijote y Sancho y sus travesías son más. Son obvio archivo e imaginario universal. Es lucha constante del hombre ante su destino. Es desafío a la vieja y no tan en decadencia moral que nos sofoca y que desde mucho antes de que Foucault lo explicara nos pone a discernir entre razón y locura como si la segunda fuera espacio inalienable de marginalidad e instituciones carcelarias. Y el Quijote es, entre tanta concentración útil de significados, errancia mayor, búsqueda incesante de bienestar o mejor, consecución de la aventura para aliviar el tiempo muerto que toda estancia e inmovilidad per se suponen.

La fotógrafa Miriela Rodríguez, exiliada cubana residente en España, ha sabido juguetear (lente en ristre) con varios niveles de significación y ha concentrado así su propia búsqueda errante en las rutas manchegas por donde imaginariamente debió volar Clavileño -aunque eso nunca sucediera, tal fue el tamaño de la estafa. Y justo ahí, en la estafa a la que Quijote y Sancho fueran sometidos, encuentra el lector de estas fotos la primera dicha. Lo que para los protagonistas de la novela fuera fiasco humillante, ella lo devuelve en imagen fecunda. Parecería decir: "aquí tenéis entrañables caballeros, os regalo la luna que a Clavileño en su imposibilidad voladora de madera crujiente no le fue permitido ver". La misma luna que, por transferencia, tampoco a los protagonistas de ojos vendados les fuera entregada. 

Esa concesión de la visión tiene así mismo una segunda lectura de mayor complejidad, pero harto legible para cualquier exiliado político, acaso cualquier migrante: todo aquello que no nos fuera dado en nuestra tierra, quizá lejana e imaginariamente, lunáticamente, en tierra extranjera nos sea concedido. No se trata de una idealización fútil de los exilios y las diásporas, se trata del más básico de los derechos que con la carta natal habría de quedarnos conferido: el derecho a la imaginación y el sueño.

La errancia de Rodríguez se traza una ruta onírica entre la luna y los molinos; pero la materialidad de la foto lo resuelve. No nos inventamos la luna, querido Alonso Quijano, si sales a por ella, su visión será esperanza de futuro; perpetuación del peregrinaje, certeza de movilidad. 

Dando una vuelta receptora más a la contemplación de esta serie fotográfica en particular y volviendo al episodio de la novela, salta un detalle que obviamente en mí como cubana se hace tendencioso. Refiero al fragmento en que Sancho se niega a subirse al caballo de madera porque eso le retrasaría la llegada a su ínsula. Aquí el fragmento:  


“¿Y qué dirán mis insulanos cuando sepan que su gobernador se anda paseando por los vientos? Y otra  cosa más: que habiendo tres mil y tantas leguas de aquí a Candaya, si el caballo se cansa o el gigante  se enoja, tardaremos en dar la vuelta media docena de años, y ya ni habrá ínsula, ni ínsulos en el mundo que me conozcan; y pues se dice comúnmente que en la tardanza va el peligro (…)”

Más tarde los personajes son convencidos y es allí que se materializa la estafa. Nunca vuela el caballo de clavijas. Y si alguna vez Sancho y Quijote creen volar es porque se han dispuesto una serie de falsos movimientos y trucos que su ceguera temporal no les deja advertir. Tal sería, sin duda, el caso actual del estado cubano y las técnicas de embuste, falta de agencia, secretismo e invisibilidad a las que han sido largamente sometidos sus habitantes en la diáspora, sus exiliados.

En este paralelo recién establecido, los ciudadanos de mejor voluntad, los temerosos de perder para siempre a su ínsula; aquellos que saben de antemano que en la tardanza el peligro habita, permanecen fuera de sus predios por obra y gracia de gobernantes mal intencionados que los embaucan en empresas de falsa realidad. Si en la novela el caballo concentra estatismo e imposibilidad de refundación de lo insular; en la realidad de la exiliada fotógrafa el mismo caballo es capaz de conseguirnos la luna y hablarle en su oído a pesar y sobre todo gracias a las gigantes masas de imposibilidad que los molinos suponen. Solo Clavileño nos regresará a la ínsula y la luna y Miriela lo saben.

Defiendo estas imágenes literarias que la lente de  Rodríguez nos regala como defiendo el derecho al sueño y el perpetuum mobile como intentos de conseguir la vida digna que desde el alumbramiento materno se nos regala. Regresar a Cervantes para entender asuntos universales no podrá estar nunca en el reino de lo demodé por muy descolonizados que nos autorrepresentemos. La ínsula espera entre luna y molinos y ese regreso esperanzado nos ampara.




Thursday, July 16, 2015

Placenta Colectiva, Ediciones Torremozas, Colección "La Noctámbula", Madrid, 2015, es la última entrega de la poeta cubana Lleny Díaz (Placetas, 1975). 

Hurgar entre estos versos es acercarse a un espejo que casi provoca terror en tanto nos delata. Allí estamos. Es la experiencia global dicha esta vez en español. Es la fragmentación del ser puesta en verso y prosa alternados durante casi noventa páginas. Y justo desde la fragmentación una nueva estocada para despabilarnos y hacernos recordar que tiempo atrás posmodernos/herederos del existencialismo ya clamaban estos gestos para sí; ya los llamaban "rasgos distintivos". Es también y sobre todo síntesis de cuánto experimentamos los de esta raza semicyborg y que aún no habíamos encontrado el modo de expresar mejor. Ni siquiera haciendo click en ese like, ni escribiendo ese comentario allí en donde la hiperpágina lo demandaEs la semivida nuestra; esa de quienes en realidad no somos más que nómadas acéfalos al margen de la historia y la política. La de quienes ya no fuimos capaces de hacernos cuerpo imaginado más allá del cristal de los ordenadores. Cuerpo imaginado mas nunca presente. Imaginado; pero jamás  comprometido.

Díaz viene a contarnos de la frivolidad del ciber espacio que apenas entendemos en lenguaje entrecortado, parabólico, cínico. Estremece entonces con su puesta sobre el tapete de algunos sentimientos olvidados por su omnipresencia: el miedo, la persecución, la asfixia. Porque la placenta colectiva es en realidad la masa epidérmica que encubre lo invisible, acaso y siempre, denostado.

Sus forcejeos con el lenguaje (del sermo cultus al sermo vulgaris); así como su clara intención de hacernos despertar de una suerte de letargo que ella misma intuye, pero no comprende, son las mejores herramientas con las que pone juntas poética y filosofía en este cuaderno. Artes que para algunos círculos de la cibernada parecerían irreconciliables. 

Alienta así mismo su distanciamiento de la noción Cuba. Esa enfermedad que nos persigue tanto a los huidos como a los resistentes de/en esa ínsula sola que no para de gritarnos, desesperada, antes de hundirse por fin en el mar Caribe. Lleny Díaz parece no reconocerla, no nombrarla para que no acontezca el  repetido hechizo narcisista que suele posicionarse al centro de casi toda la producción creativa de los allí nacidos. Cuba es presentimiento que busca sobrevivencia en los soplidos de Miles Davis; pero no lo consigue. Es rotura fundacional, memoria de otras islas que se repiten en cualquier punto de la esfera.

Armonías, asonancias, referencias cinematográficas, distanciamientos, obsesivos y punzantes zooms de cámara conforman pues el gran mosaico de citas que es Placenta colectiva. La metáfora inicial que se sugiere en el título, idea de los restos  despreciables luego de un parto anónimo y repetido; se integra perfectamente a la orquestación mayúscula que el libro propone. Más que oxímoron (resto devenido completitud sinfónica) hay aquí la propuesta de un camino. La exposición de una solución que escasamente acontece. Habrá que salir del resto amorfo y comenzar a juntar las partes y aprehenderlas con voracidad para llegar a reinventarnos. Habrá que despertarse para encontrar al fin la voz ancestral de la poesía. Y habrá que nombrar a Lleny Díaz como cicerone entre la maleza.



Saturday, June 27, 2015

NUESTRA GRAN SECRETA (Y HASTA JUNIO 26 INÚTIL) BODA LÉSBICA

Escribo esta entrada transida por la emoción de los últimos días y también por la necesidad de ver algo sobre el tema que sea dicho en español.

Debo apropiarme, además, de una popular broma en el imaginario lgbt, para introducir nuestra historia mejor. La broma es simple, y está montada sobre la estructura de pregunta/respuesta. Aquí va: "qué es lo que no falta jamás en una cita a ciegas de lesbianas?/la maleta".

Pues más o menos eso. A pesar de conocernos por casi veinte años, Neysi y yo comenzamos a convivir muy rápidamente. Fue fascinantemente vertiginoso. Yo estaba en Miami sólo durante la primavera del 2014. Aprovechaba mi semestre sabático para adentrarme en los archivos de Lydia Cabrera, resguardados en esa maravillosa institución que será alguna vez (aún no se entiende del todo su valor) la Cuban Heritage Collection de la Universidad de Miami. Ella, sin embargo, vivía allí desde hacía más de siete años.

Todas las piezas de nuestro rompecabezas se armaron, repito, con celeridad. Y célere era también el paso de los días. Ellos volaban y volaba yo del archivo a su oficina todas las tardes y ella hasta la pequeña habitación que teníamos alquilada en algún punto de la US-1. Alguna noche en la que el gigante elefante de mi inminente ida ya no pudo hacer más la pose de invisible, le confesé la parte más rígida de mi verdad laboral: "tengo un puesto que adoro en Houston y conseguir uno con características similares en Miami o la Florida puede llevarme la vida entera. Puede incluso no sucederme. Puedo también terminar en el medio de Nebraska, Utah o Pensilvania, con los amish". Ella sonrío a medias y dijo: "yo te seguiría a Alaska". Lloramos las dos. Ella por mi confesión y deseo egoísta de arrastrarla a la nómada vida del académico en plena efervescencia de su "terror track" y yo por saberla abandonando sus pastelitos de guayaba y coladitas mañaneras en cada esquina.


Pasada ya esa declaración de maleta presente que vislumbra UHAUL, vinieron, de mi parte, otras ansiedades. Cómo iba a ser su vida laboral en Houston? Podríamos sostenernos, al menos por un tiempo, con mi salario de Assistant Professor y sendas familias en Cuba? Y si se enfermaba? Y si teníamos un accidente? Cosas, que bien sé, no piensan las enamoradas a los veinte, pero sí a los cuarenta. Tal era mi caso. Entonces llegó Mr. Obama con su bolígrafo de firmar leyes y en mi desesperación leí lo que quise leer.

Estaba yo muy sentada en el sofá de la casa de una amiga en Miami Beach adonde fuimos a pasar uno de nuestros últimos fines de semana antes de la mudanza a Texas; cuando en "breaking news" leí el titular que aseguraba que el presidente recién firmaba una ley que permitía a todos los beneficiarios de seguros de salud -cuyos fondos fueran de origen federal- hacer uso de ellos para cónyuges del mismo sexo. Y luego venía la parte que hacía temblar mi mano sosteniendo el ipad; esa otra en la que se leía: "sin importar que dichos beneficiarios vivan en estados que no reconocen sus matrimonios". Llamé a Neysi (que aún trabajaba) y le pedí que se casara conmigo.

Era simple. Yo le ofrecía mi seguro médico a cambio de su renuncia al olor del mar, los pastelitos y la cercanía con la isla en donde vive su madre anciana. Esa madre a la que viviendo en Texas no podría ir a ver ni con la misma frecuencia, ni con el mismo presupuesto (tomen notas, controladores de charters Cuba-USA, en Houston residen más de 50000 cubanos). Y ella dijo que sí. Y allí mismo nació una de nuestras más recurrentes bromas familiares, esa en la que ella asegura que se casó conmigo "por interés". Y yo solía reírme con amargura, porque en principio fue todo un gran malentendido.



Resultó que los fondos de mi seguro médico no eran federales sino estatales. Resultó que no me tomé el trabajo de averiguarlo hasta mucho después y ya era veinte de mayo y en absoluto secreto (inventamos nuestra propia versión del "don't ask, don't tell" porque nos daba mucha pereza explicar la prontitud de nuestro compromiso y porque lo del seguro parecía demasiado mezquino);  tomábamos un avión para Nueva York porque nos creíamos fundadoras de repúblicas imaginarias. Era ya veinte de mayo y dos de mis más amados y fieles amigos (y sus parejas) nos acompañaban al ayuntamiento y firmábamos aquel documento y nos daban aquel certificado. Mayo veinte y caminábamos sobre el puente de Brooklyn en silencio, pensando en Martí, y nos parábamos justo en medio de aquella mole de hierro y cemento para que yo leyera mis votos y ella me abrazara después porque no todo hay que decirlo con palabras.

El propósito inicial de la boda, ese paliativo a mi ansiedad por cuánto dejaba Neysi para venir a mi lado, fue inútil. La boda no. La suerte nos acompañó y ella consiguió trabajo un par de semanas después de que finalmente nos instaláramos en Houston; y esa posición laboral incluía beneficios. Mis miedos pudieron descansar por una temporada. Pero otras frustraciones siguieron de paseo. El no poder ponerla como mi esposa en las planillas de recursos humanos de la universidad fue sin dudas la que más me golpeara. No poder clickar "wife" and "female" porque la computadora no lo reconociera, no hacía simetría con la obligación que suponía, en el mismo estado, que yo no pudiera reclamar parte de los intereses de mis préstamos de estudiante al rendir mis impuestos; justamente por estar casada. Esas y otras restricciones, asociadas todas con el dinero, parecían de una incoherencia brutal y despiadada. Es decir, que hasta el día de ayer, estar casado en Texas, era un impedimento según para qué. Y es que la conveniencia de los hacedores de leyes está muy en sintonía con la de los usureros.

Podría dar muchos más detalles de nuestra historia y especialmente de historias mucho más terribles con las que nos hemos cruzado en estos años; pero prefiero parar aquí para hacer una sola nota aclaratoria y final. Una que va dirigida a todos esos comentarios ácidos (algunos incluso de aliento chistoso) que recorren ahora las redes. Esos de los guapos, super "cools" que no creen en la institución del matrimonio, sea este con quien fuere: lo que sucedió ayer en la corte suprema de los Estados Unidos no es más que una herramienta a ser usada a discreción de sus potenciales beneficiarios. Si usted no es como nosotras y no le interesa canjear pasteles de guayaba por protección legal, facilitando de paso a su amante una mejor visibilidad del calibre de su compromiso, cool, no use esa herramienta, no se case. Si no le preocupa que su pareja quede desprotegida/o después de su inminente muerte; cool, no se case. Que le importa poco si sus hijos están reconocidos naturalmente como tales o si por el contrario tiene que hacer todo un trámite para adoptarlos sólo porque no los parió y le da a usted mucha pereza; cool, no se case. Pero eso sí, déjeme disfrutar en paz de mi paz y del hecho de que finalmente después de pagar impuestos juntas, intereses de préstamos de estudiantes y seguros de vida, la inutilidad de mi matrimonio, alcance al fin su su utilidad mayor: el de poder procrear, enfermar y hasta morir sin tanta vuelta.





Saturday, June 6, 2015

Escribir en español en el jardín de Academos norteamericano

Retomo mis trayectos en la bicicleta roja con una aclaración necesaria: no me ha pasado nada. No escribo desde la angustia, el resentimiento o la rabia. Nadie ha puesto en entredicho mi escritura. Pero  allí le voy de todos modos.

No quiero sentir vergüenza por escribir en español para la academia norteamericana.

No es una contradicción. Tampoco una incapacidad. Ni siquiera pereza.

Escribo en español por coherencia y quizá porque íntimamente es mi último acto de resistencia. Pero hay más.

Hablaré específicamente de los centenares de jóvenes (o que lo fuimos alguna vez) profesionales, humanistas, que hemos llegado a los Estados Unidos en los últimos veinte años. Inicialmente formados en universidades latinoamericanas y llegados acá para hacer la escuela graduada. Reduciendo la muestra a sólo los cubanos, llegamos aquí desesperados por salir de "allá" y gracias a las redes de solidaridad que contemplan a académicos de las primeras oleadas migratorias post-revolucionarias, los contactos y apoyos entre nosotros mismos y las facilidades del sistema norteamericano de becas para doctorantes, hemos conseguido insertarnos en la academia no sin éxito, tampoco sin esfuerzo desmedido.

Y aprendemos las leyes del juego con relativa rapidez. Y sabemos lo que quiere decir convertirse en eficaz hablante y escribano de la lengua dominante en el país receptor: más oportunidades laborales, más contactos, más exposición, más editoriales queriendo tu manuscrito, más dignidad y mejor salario. Y eso está bien. Lengua es poder y es mundo nuevo. Y para eso salimos -sedientos de mundo, aventura, poder de gestión, visibilidad. Otra vez una estancia digna para nosotros mismos y nuestras familias.

Pero no quiero sentir vergüenza por escribir para la academia en español. Soy hispanista. La Universidad de La Habana me concedió un título de especialista en lengua y literatura hispana. The Graduate Center of New York me abrió sus puertas dieciocho meses después de haber estado presa en la frontera méxico-americana en un departamento que honrosamente se llama "Hispanic and Luso-Brazilian Languages and Literatures" y desde allí me hice doctora en filosofía con especialidad, otra vez, en lengua y literatura hispana. La Universidad de Houston me contrató como especialista en Caribe hispano y caribeños en Estados Unidos para el departamento de Estudios Hispánicos. He escrito cinco libros (tres de cuentos, uno de crítica literaria y otro de poesía) todos en español. He agonizado escribiéndolos. He llorado sobre las teclas de mis máquinas de escribir y computadoras buscando el verbo exacto, borrando el adjetivo que no resuena en mi página como en mi estómago, aprendiendo a puntuar... Nadie me dio un "free ride" por escribir en español por el sólo hecho de que fuera mi lengua madre. Tampoco parecería justo que me penalicen por ello.

Escribir en español mientras vivas y trabajes en una institución académica en Estados Unidos, no quiere decir que eres "un/a flojo/a". Muy por el contrario pudiera haber un posible campo de significación en el hecho de que quieres que tus libros y artículos sean un instrumento doble de aprendizaje para las nuevas generaciones de hispanistas (español-dominantes o no). Que mientras te leen y aprenden sobre realpolitik, hermenéutica, simbolismos, imaginarios y literaturas gocen también de las limpias estructuras para las que debiste desvelarte, hacer de la reescritura y el autorecelo tus mejores aliados... Que entren a la intimidad de tu agonía ante la letra como si fuera una fiesta desconocida; pero a la vez intuida.

Llegué a los Estados Unidos a los veintinueve años. Y siento un profundo respeto y un temor (como  los medievales de Dios) ante mi lengua madre. Esa que me ha dado recursos para sobrevivir desde un tiempo anterior a aquel en que la supervivencia se convirtiera en mi único modus operandi.  Y desde ese lugar hablo. Un lugar desde el que no tengo el menor conflicto con la lengua inglesa y desde donde adoraría hablar y leer en otras muchas (del tronco románico al eslavo o el arábico). Pero no quiero sentir vergüenza por escribir para la academia norteamericana en español.

Porque resulta que con las nuevas distribuciones mundiales y sus instrumentos ya no se escribe para un grupo poderoso específico. Ya se escribe para quien tenga a mano un ordenador. Porque se superan a sí mismo los traductores automáticos (si de ese lector potencial y global se trata al pensar en tus receptores). Porque me resisto a perder (más) intimidad con mi lengua. Porque me resisto también a hacer el juego a la mayoría de las University Presses que por no pagar no pagan editores en todas y cada una de las lenguas que se hablan y en las que se enseña en las universidades norteamericanas y que tienen sin duda un público estudiantil y de colegas más que vasto.

La lengua inglesa (como pudo ser cualquier otra; pero corrió ésta con poderosa "suerte") como lengua franca es sin duda un buen instrumento para congresos y aforos académicos si de compartir el trabajo de los campos se trata. I'd go for it. Pero no quiero sentir vergüenza por escribir para la academia norteamericana en español. Porque somos cincuenta y dos millones hablando, leyendo y escribiendo en esa lengua, sólo en este segmento de división político-admistrativa llamado USA. Porque no podría escribir de espaldas a Latinoamérica y el Caribe hispano. Eso me haría una sumisa amnésica, una ingrata con quien no podría convivir.

Finalizo este viaje en la bicicleta roja con una segunda aclaratoria: no hay en esta página agenda alguna contra mis muy queridos colegas y estudiantes que deciden escribir en inglés buscando las razones arriba expuestas. Menos aún contra aquellos que emigraron muy jóvenes o nacieron en USA y el inglés es la lengua en la que recibieron su educación formal. Hablo justo de esa libertad. De ese elegir soberana (o fluidamente) la lengua en la que queremos ser leídos y en la que queremos producir sin que eso abra la pista a miradas condescendientes o posturas sospechosas sobre nuestra excelencia investigativa. Se trata de no sentir vergüenza por ser uno mismo. Y es que todo lo que yo soy o pudiera ser, será expresado en la lengua del drume negrita, los boleros desgarrados o las nanas adaptadas según la región, con que acompañaron mis sueños de infancia. En busca de ellos ando todavía.