Sunday, December 8, 2013

Buenos Aires silba otra vez mientras una incesante banda sonora inunda mi cabeza



Teníamos algunas cosas pertinentes: unos créditos no reembolsables de United y TACA, una cierta rajadura en la que podíamos funcionar como reparadoras, una obsesión no resuelta con Buenos Aires (mi primer encuentro con ella en 2010, la certeza de saber que era una ciudad para que Maya fuera feliz y se sintiera en español y finalmente “en casa”: ese mundo de libros); un amigo querido para hacer madrugada y día brevemente intenso en Lima, un círculo que cerrar y tanto más… Allí nos fuimos…

Un día en Lima

Con su olorcito a ceviche fresco, su gente sonreída, sus pillos taxistas, su espantoso tráfico y su infinita amabilidad, Lima nos recibió por unas veinte horas que parecieron semanas. Como quien pasa las vistas de un álbum de fotos aceleradamente: paseo de San Isidro a la catedral pasando por callecitas de tiendas abarrotadas de artesanía que recuerdan a las de Santa Clara, Cuba (Maya’s dixit), o a las de la Calle Conde, Santo Domingo. Plaza  Mayor, cambio de guardia en el Palacio de Gobierno y la banda militar que entona valsecitos peruanos, como si tal cosa… Decoraciones de navidad ya floreciendo. Anuncio de un verano que borrará  por algunas semanas el color panza de burro que el cielo acá suele tener. Entrada a la catedral: tumba de Pizarro, recién estrenadas catacumbas con esqueletos reales y polvorientamente vestidos, hábitos que pertenecieran a Juan Pablo II y esa sillería machimbrada en el altar mayor: el barroco latinoamericano que no es una falacia (ver el corto Utopía de Eduardo del Llano). Memorias de oro virreinal, Cristo que continúa mirando a Pachamama. Tarde en Barranco. Nostálgico entonar de “La flor de la canela” a la sombra de Chabuca; bajada a los baños “del puente a la alameda”. Pacífico. Ceviche. Choclo. Pisco. Un recorrido por el museo de la electricidad, también en Barranco. Un frapuccino en Starbucks, faltaría más.


Asunción por Buenos Aires. Un tratado de reciprocidad. Pesadilla number one

Muy llenas del aire cálido de Lima y de manjar blanco, llegamos a abordar nuestro vuelo de TACA que en unas cuatro horas nos llevaría al añorado destino porteño. Muy viajadas. Muy para qué vamos a hacer antes el check-in desde casa si de todos modos hay que facturar maletas y hacer la cola. Muy la cuota a abonar por el tratado de reciprocidad -esos modestos 160 usd por persona que te validan la entrada al país por diez años seguidos- se pagan allá, en el aeropuerto mismo, tal y como lo hacen los chilenos, que cobran 140 usd por el mismo concepto.  Muy eficientes los chilenos. Todo sea dicho ¡Já!

Noticia de última hora: los de TACA deciden cambiar de avión y se quedan sin asientos un par de decenas de pasajeros. Pero no se preocupen ustedes, señoritas, ya las volamos a Asunción, Paraguay y allí se conectan a Buenos Aires. ¿Asunción? ¿Paraguay? ¿Quién ha visto a un ruiseñor o en su defecto a un paraguayo? Bueno, hoy es el día. Que nuestra amiga Patricia tuviera armado un “quilombo surreal” para irnos a buscar a las 4.00 am al aeropuerto en Baires, que no tengamos ahora mismo cómo comunicarle que ya no es a las 4.00 am sino a las 9.00 am, que quizá ella no pueda a esas horas, que no tengamos pesos argentinos, que nos quede nada de tiempo para abordar y aún estemos en el mostrador no es importante. Importa que cuando decimos que sí, que venga, que a Paraguay nos vamos, descubre el chico que no hemos pagado la tasa de reciprocidad. Que eso se hace antes, por internet, señorita, muy fácil, mire, suba usted al Starbucks, que allí hay WiFi gratis y ya me la trae. Aquí la señorita: vale y ¿te enseño que la pagué desde la computadora y listo? El chico de TACA, Carlos para los clientes: bueno, la verdad que no sé, déjeme averiguarlo. Vaya usted pagando. Es allí mismo, suba la escalera no más.

La señorita se desmadra y grita a Maya que en su mejor estilo frente a las crisis da vueltas en redondo e hiperventila: una visa, una visa, sólo tengo la American Express y seguro que no la aceptan. Maya: te lo dije, hay que viajar con las tarjetas de crédito. Yo, muy subida: American Express no es para abrir puertas si se te perdió la llave, ¡es una tarjeta de crédito! Ella busca su visa después de una larga navegación por el bolso que va metido en la mochila en donde adentro hay un monedero y en él una cajita para las tarjetas. Hay suerte: la encuentra y me la extiende. Orgullosísima de tener una tarjeta que sirva para algo más que endeudarse. La señorita corre sola por los pasillos del aeropuerto: laptop, pasaportes y tarjeta en mano. Los marines de la armada inglesa debieron sentirse más ligeros cuando preparaban los cañones de matar. Paso de largo por la escena en la que la contraseña de la WiFi de Starbucks (que estaba donde el diablo dio las mil) no entraba a mi computadora. Y por aquella otra en que cuando la contraseña entró no sabía yo cómo diablos pagar la susodicha tasa pues la página oficial del gobierno argentino tiene más vínculos que la NASA. Y también por cómo quedaban 15 minutos para pasar el punto de control, migraciones y llegar a la puerta de embarque. Todo ello con Maya girando en el lugar y los de TACA recordándonos que no es su responsabilidad que no tuviéramos la tasa paga y que no hay hotel si perdemos el vuelo y que no hay vuelo si perdemos el vuelo. Asunción amada. Paraguay bendito. Paso de largo también por el momento en que ya con los recibos del pago en la compu, Carlos, el de TACA, me dice que han de estar impresos. Que lo miro como quien devora y que sin más nos lleva a una computadora de la compañía para imprimir -lo cual pudo haber hecho desde el minuto cero y evitar la patética escena que acabo de describir.

No sé cómo sucedió; pero volamos todos los puntos de revisión y control y estábamos ya en el avión, listo aquel a cerrar la puerta luego de que nuestros nombres repicaran sin cesar por las bocinas de todo el aeropuerto. El avión despega y presas ya más de la histeria que del sentido del humor, nos entregamos a una risa desbordada cuando vemos que nos acompañan una monja, un hare krishna y un equipo de fútbol del Paraguay. Bendecidas y malditas a un tiempo, pensamos. Si bien nos protegen dioses occidentales y orientales, los equipos de fútbol suelen estar trágicamente asociados a siniestros de aviación. Habrá que apostar a la luz de los maestros espirituales y comer algo, que al menos a mí, los nervios solo me dan por eso.

Cuatro horas en Asunción. Paraguay: Maya va de compras

Sin demasiadas ceremonias Asunción nos recibió en plena madrugada con WiFi gratis, comprensible y funcional, cafetería de alfajores Havanna, exquisitos capuccinos y sándwiches de miga. ¿Y esto es lo nacional? Pensé con decepción pues el imperialismo argentino se hizo notar; pero no me atreví a abrir mi boca para protestar (estaba deshecha, que si no…). Y también  me sentía agradecida pues a pesar de las torceduras del universo y el equipo de fútbol, teníamos la tasa impresa, en unas horas abordaríamos a Buenos Aires y en algún momento de la histeria del Starbucks en Lima había conseguido pasar un mensaje vía Facebook a Patricia contándole del cambio de aviones y plan y pidiéndole que llamara a Arlén (mi más antigua hermana de tribu, en versión flaca y residente del sur, viva la diáspora cubana y llegados a este punto: ¡Gracias, Fidel!) para que si pudiera nos recogiera ella. Patricia contestaba que Arlén podría.  Todo bajo control. No pedí más.

Y mientras yo me ocupaba de estas “practicalidades” de la vida trashumante, Maya según su práctica habitual en donde se avizore tienda, tenderete, chiringuito o kiosko, se perdía en la noche del shopping paraguayo y aparecía con delicados regalos de piel (monederitos y escapularios) para nosotras y algunos  amigos cercanos. Un recuerdo de Paraguay, dijo. La vida es mágica, dijo.  Estamos en tierra de Gauchos, dijo. Si vas al baño y te asomas por la ventana, ves amanecer sobre la llanura, dijo. Fui y lo vi. Martín Fierro no andaba por esas vueltas, pero como en la lotería: you never know.

Buenos Aires, mon amour

Llegamos según lo previsto y nos quedamos dos horas y media entre migración y aduanas. En mi cabeza Fito: Y nadie sabe como vine a parar yo, al tercer mundo. Tercer Mundo. Tercer Mundo…  con el detalle pintoresco de que yo sí lo sé. Lo he sabido desde siempre. Y aquí estamos. Lidiando con largas filas, oficiales malhumorados y unas españolas (que no catalanas aunque nacieron en esa región, pero ellas no, ellas españolas) que dicen que el problema de España no es real, que todos siguen tomando cañas y yendo de compras, que si sacan a los emigrantes, se acaba el paro. Y Fito en mi cabeza pero con signo de interrogación: ¿Y nadie sabe cómo vine a parar yo al Tercer Mundo? Bue…

Una vez afuera y el largo y necesitado abrazo de mi Arlén, ya todo fue subir. La primavera estalló como  a propósito. Nos contaron todos que antes de llegar había llovido por largos días y que estaban hartos de tanta agua. Para nosotras: sol, temperaturas perfectas (ni frío ni calor); olorcito a parrilla por doquier y silbidos, silbidos, silbidos… todos silban en Buenos Aires y yo lo adoro y silbo con ellos en mi cabeza. Cualquier melodía. Todas las que sé.

Llegamos al apartamento en el céntrico barrio de Caballito que nuestras amigas Claudia y María Elena gentilmente nos prestaran para estos días, nos metimos en la cama con la misma devoción que se deben entregar al agua unos peregrinos en Sahara y dormimos unas 3 ó 4 horas porque la emoción de salir no daba para más.


Hanukkah con flan de calabaza  en Baires o una historia de los reencuentros

Esta sección de la crónica debían contarla Maya o Patricia; pero ni modo: es mi crónica y me hago cargo. La cosa es que mi amiga Adriana Novoa, meses atrás me había presentado a su amiga Patricia. Adriana es a Patricia lo que Arlén es a Mabel. Más o menos así. Compañeras de la facultad, hermanas de tribu, hijos que son respectivos sobrinos de la otra. Y en esa presentación vía Facebook (tomen nota dudosos de la redes y su eficacia, gente sin fe) supe que Patricia se quedaba para siempre. No haré aquí el recuento de cuántas veces he tenido que saltar de mi escritorio corriendo al baño a hacer pis por las risas que me provocan los cáusticos diálogos que con Patricia y Adriana he tenido. Tampoco de la enorme ayuda que en tiempos difíciles (de evolución, dirían ellas) me han brindado a nivel emocional. Iluminación tras iluminación. Respuesta tras respuesta. O sea, Buenos Aires es a Mabel la urgencia de un encuentro con esta amiga incorpórea, entrañable y judía. Segundo día de Hanukkah. Día de acción de gracias. Llegada a la ciudad. No digo más: juntadas y a comer.



Me encantaría haber tenido el detalle de copiar los nombres de los exquisitos platos sefardís y ashkenazis que Patricia preparó para nosotras y que compartimos en casa de su amiga Rosana. Describiéndolos en cristiano serían empanadas de queso, bolas de papa y cebolla, hummus, pescado frío, falafel, ensalada de huevos, papas y mayonesa… un festival de lo absolutamente delicioso. El postre vino desde Houston: pastel de calabaza, pastel de manzana, pastel de avellanas que se rompió en el camino y no nos atrevimos a llevar a tan magna cumbre.  Para la próxima traemos helados. Es de buen gusto llevar los dulces a la cena. Nosotras mejor portadas imposible. Eso, helados la próxima vez.

Inició Daniel (el esposo de Patricia) el ritual de bendecir el pan y el vino, oraron en hebreo y encendieron las velas. Nosotras, atentas y agradecidas: compartimos y escuchamos. Israel en Buenos Aires.  Y Dios en todas partes.

Entonces sugerí que Maya dijera una oración ecuménica para celebrar el Día de Acción de Gracias (gracias a Dios sin pavo)… suele hacerlo ella en casa de la familia y solemos todos quedar conmovidos por su espiritualidad y visión armónica del mundo.  Y sucedió una vez más. Y fue, quizá, la oración más hermosa de cuántas le he escuchado decir en estos ocho años de convivencia. Y habló de reencuentros entre los allí presentes. Y de algún modo todos asentimos en que veníamos de otra parte conocida hasta esa mesa nueva y hubo luz y hubo mucha risa a lo largo de la noche(en mi caso, risa con pis, nada nuevo) y explosión de agua que me salió por la nariz y los ojos, esa situación en la que te da un ataque de carcajadas cuando acabas de beber agua… de esa dimensión de risa aquí hablamos.  Y tanta gratitud. Tanta. Por la mesa llena, por los nuevos (ancestrales) miembros de la tribu, por el viaje al sur,  por lo que vendría después y hasta ese momento sólo presentíamos…

El Tortoni, Avenida de Mayo, Casa Rosada, Catedral, Recoletas, La Biela, El Ateneo

Y llegó el día segundo y la ansiedad de recorrer Baires de un tirón y sin más ya estamos en la Avenida de Mayo, frente al mítico café Tortoni (lugar de reunión que bajo el amparo de la peña de Quinquela viera pasar por sus mesas a Alfonsina Storni, Baldomero Fernández Moreno, Juana de Ibarbourou, Arthur Rubinstein, Conrado Nalé Roxlo, Antonio Bermúdez Franco, Ricardo Viñes, Roberto Arlt, José Ortega y Gasset, Jorge Luis Borges y Florencio Molina Campos). Y frente (porque allí la cola era imposible) nos apuramos unas medias lunas con café y nos enrumbamos hacia las librerías de segunda mano en donde Maya tiene otro de sus accesos de ansiedad porque quiere llevarlo (rescatarlo) todo…  la revista Tango, los manuales de sicoanálisis, viejas ediciones de El Perseguidor, poesía, poesía, poesía… Horas entre libros viejos y afuera la gente desbordada, feliz…

Caminata hasta la Casa Rosada, Plaza de Mayo en donde una vez más me estremezco aunque no vea a las abuelas… ahora hay carteles en contra y a favor del aborto; pero para mí son siempre las escenas de La historia oficial y Norma Aleandro (Alicia en el filme) tratando de encontrar una respuesta. Luego la Catedral (mucho Papa argentino celebrado y pocas nueces) y el Cabildo. Gente que se para a explicarnos cosas de la ciudad, del gobierno, del peronismo trasnochado, del kirchnerismo que los lleva hartos o contentos. Nunca se sabe.



Bajamos por la calle Florida buscando el London, cafecito para Cortázar y para María Elena y para mí. Allí donde nos tomamos mi primer “tostado” en 2010 y que quería compartir en su aliento de tiempo ido con Maya; pero no lo encontramos. Muy tarde descubrí que lo había dejado atrás, casi a la altura de la misma Avenida de Mayo. Desembocamos entonces en la Plaza San Martín. La torre de los ingleses, los novios sobre el césped.

Maya se pierde entre los palacetes que tanto evocan a París y yo quiero ofrecerle La Biela en Recoletas como sustitución por el London perdido. Insisto en que debemos caminar hasta allí, que no debe ser lejos. Era lejísimos. Pero dio igual. La Avenida del Libertador se deshizo en halagos: cafecitos, hoteles, edificios de vecinos bien posesionados. Un alto para un “vacío” de ternera, un filete de pescado, un vinito de Mendoza y la fiesta verdadera: helado de dulce de leche. Ya quisieran Häagen-Dazs, Ben&Jerry’s y todos esos improvisados alemanes y gringos: ¡los argentinos!; sólo ellos asimilaron y superaron la heladería artesanal italiana. ¡Ah! ¡Qué delicias!

Y sí, seguimos la caminata y después de una siesta mínima a la sombra de unos árboles centenarios, ya en Recoletas, llegamos a La Biela y allí las fotos de Fangio y las estatuas de Bioy y Borges: un tecito, una cerveza, una vista del hermoso cementerio.




Una de las cosas que había movido a Maya a hacer este viaje, era una visita a la librería El Ateneo. En una de esas listas que giran por Internet, la habían declarado una de las diez más hermosas del mundo. Emplazada en lo que fuera años atrás un cine-teatro, hoy los palcos y plateas de El Ateneo acogen libros de reciente edición y en su escenario (que mantuvieron tal cual era) una graciosa cafetería te deja contemplar el espectáculo de los libros desde una perspectiva invertida. Los libros abajo y los lectores en escena. Los libros espectadores. Los lectores lo “espectado”.

Maya no disfrutó de El Ateneo como ella misma anticipó. Los libros nuevos, bestsellers en su inmensa mayoría, no la seducen del modo en que lo hacen los usados. Esa misma mañana se consumió de emoción ante las estanterías repletas de esas hojas desgastadas entre las cuales suele encontrar secretos: dedicatorias, cartas de amor guardadas con celo, hojas secas, fechas, nombres, parahistorias que la llevan de la mano a un tiempo que no vivió, pero que tiene la certeza de que podría reconstruir desde esas notas al pie o al margen. Pero en todo caso, valió la pena visitar ese mundo en donde los libros entran al juego de las representaciones con fruición y guión de comerciales.



Un día en san Isidro. Victoria Ocampo y la vanguardia argentina. Un mago cubano y mi sobrina Carmela

Es el día tres y María Elena había sugerido que no dejáramos de visitar la Villa Ocampo en el pueblito de San Isidro, localizado aquel ya en la provincia de Buenos Aires. Después de varias aventuras por nuestro barrio Caballito tratando de encontrar el autobús que nos llevara a la estación de trenes, decidimos tomar un taxi. Pintorescos como suelen ser estos personajes en todo el mundo, nuestro chofer de turno nos pone al día sobre la situación del gobierno, el “quilombo” del dólar que él no necesita; pero que igualmente está ahorrando para llevar a sus hijos a Disney World en Orlando, Florida, y nos conduce con el peor tráfico del mundo hasta la casona de Victoria en San Isidro.

No más bajar saltamos a la Belle Époque. Los autos estilo fotingos que diríamos en Cuba, las estatuas de hierro vestidas con los largos vestidos de encaje blanco y los collares de falsas perlas, los señores con el frac, la casa toda abierta a la luz de esa primavera insultante y el espíritu de Victoria Ocampo y sus hermanas pululando en el jardín. Ya me lo había advertido Patricia en el teléfono esa mañana: si estás atenta, podrás escuchar a las niñas Ocampo jugando y riendo por allí. Y se escuchan. Pero se escucha sobre todo el ímpetu de Victoria a quien imagino dando órdenes, gritos en el teléfono para que terminen de imprimir Sur, enérgicas miradas a la servidumbre para que pongan ese té a Lorca, a Borges, a Stravinsky, a Tagore o a Camus. Se le presiente imponiendo la vanguardista escuela de Le Corbusier en los muebles, las cortinas,  los mínimos adornos. Desechando lo victoriano de sus padres y madrina en pos de ese renacimiento que acogería a lo más selecto de la intelectualidad mundial.



Además de recorrer la casa en silencio y de que Maya se hiciera con unos cuantos números originales de Sur en la librería, nos sentamos por largos intervalos en la terraza del segundo piso y el jardín. No había mucho que decir, solo sentir, casi con los ojos cerrados aquellas presencias de quienes a su modo, seguramente ignorándolo, nos enseñaron desde el sur a leer en tiempos de vanguardia y renacimiento. Con todo  y la mímesis de lo europeo, algo en Villa Ocampo trasluce genio nuevo y profundamente latinoamericano.

Conmovidas por la visita, casi flotando (cursilería incluida) nos encontramos a la salida con mi amiga Arlén, su esposo Julián y mi sobri Carmela. Esta última agotada de toda una semana en el Jardín sólo quería un pedazo de pizza y un helado de dulce de leche. Sí señor. Y a por ellos fuimos. Otro festival del paladar. Y más tarde nos dimos un pequeño paseo por la catedral de San Isidro y la feria del pueblo. Bajando los escalones un mago. Y vaya usted a saber con qué letra torcida se escribe esta historia; pero era cubano.

Una de las cosas que de entrada nos hizo reír, pero que más tarde llegó a preocuparme fue la insistencia de aquel en hacer de su raza un leitmotiv para la auto parodia y en algunos casos la auto conmiseración. Si en buena medida sus bromas aludiendo a su condición racial provocaban la risa reflexiva (bocadillos como: negro, quién te iba a decir que ibas a estar en San Isidro); más tarde el abuso de ese recurso y las constantes alusiones a la poca confiabilidad y poder adquisitivo de los de su raza resultaron caricaturas un tanto esperpénticas de sí mismo con las que personalmente no pude dialogar, ni siquiera tirando de mi sentido del humor.
Algo gracioso sucedió cuando el mago hizo una referencia a que se había presentado antes en Europa y Estados Unidos y al decir esto último Carmela gritó para sorpresa de todos y conmoción mía: ¡mi tía vive en los Estados Unidos! Ella que había estado harta de todo por una buena parte de la tarde, hacía ese pequeño homenaje de importancia a una tía que la añora mucho más de lo que sabrá nunca y que nos confirmaba con Arlén, que estos veinticinco años de amistad en verdes y maduras se sintetizaban en ese grito aturdido y amoroso. Nos miramos mi amiga y yo con una dulce sonrisa que ya lo sé, no me abandonará más.

Chacarita, San Telmo y un dulce espejo que en el sur aguarda

Nuestra amiga y anfitriona Claudia nos había prometido viaje a la Chacarita, a cantarle su tanguito a Gardel y a ver por fin qué fue del cuerpo de Alfonsina (chiste para cierto grupo de amigos: ¿salió o no del caracol?) y allá nos fuimos en el día cuarto y con la ansiedad de que Buenos Aires casi se agotaba por esta vez.

Lo encontramos rápido a Gardel: unas fotos, un saludo, un  volver, con la frente marchita (…) sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada…” Ya. Me encantaría que esa última línea del tango aquí citada no fuera cierta. Pero no le iba a estar reclamando al pobre en su tumba.

Anduvimos lo que no puedo describir tratando de encontrar a Alfonsina y el resto de los famosos. Todos nos despistaban. Pero al fin fue posible. Y allí la estatua rosa de Alfonsina. Y más gente a su alrededor: Goyeneche, Benito Quinquela Martín y Luis Sandrini, entre muchos, muchos otros. Maya asegurando que la que está en una caja tras la estatua de Alfonsina es Alfonsina y los escépticos de paso diciendo con gesto desesperado de mano que se mueve con aliento italiano: y cómo si se ahogó en Mar del Plata. Sui-ci-dio. ¡No puede estar enterrada en cementerio cristiano, ché! Yo-que-sé.

Claudia nos llevó hasta San Telmo que vestido de domingo era una fiesta absoluta. Puestos de asados para comer de pie: chorizos, churrascos, vacíos, morcillas, alegría de vivir. El mercado lleno de antigüedades: piezas de herrería, platería, obras de arte, muebles, posters, adornos, relojes, toda la vida de más de un siglo allí a la venta. En la calle, superposiciones con el Rastro madrileño: ropa, zapatos, carteras, artesanía, pañuelos, armas blancas, artesanía. Lo que quieras.

Y las casas de San Telmo con sus puertas enormes y gastadas y la imagen de Mafalda sentada en el banquito y aquella letra de Sabina repicando en la cabeza: “mándame una postal de San Telmo, adiós, cuídate, y sonó entre tú y yo el silbato del tren…” varios silbatos en mí y San Telmo que se expone con lo mejor y más raído de su ser. Parrilla para despedirnos de Claudia. Otro vino de Mendoza. Crepas de dulce de leche que si los parisinos descubren hacen abolir las de fruta y chocolate en sus esquinas.

Caída la tarde y despedidas de la feria en San Telmo, Maya acompañó a Claudia hasta su casa para recoger ciertos encargos que debíamos traer a Houston y yo me fui a encontrar a solas con Arlén. Allí, en la misma puerta de nuestro departamento en Caballito, un bar de tapas españolas nos esperaba para cobijarnos en lo que nos poníamos por fin al día. Cada una el espejo de la otra. Certeza de ser vidas en paralelo que alguien traza exacto desde algún desconocido lugar. Los detalles de nuestra conversación no serán aquí o en lugar alguno relatados; pero baste decir que desde entonces una paz añorada se adentró en mí. No sólo nos han acontecido episodios semejantes con desenlaces más o menos predecibles, sino que todavía queda mucho de las niñas de doce años que solían escaparse con la mirada por la ventana de su aula en aquella escuela que nos juntó para siempre. Aquella noche en Caballito, cerveza mediante, pudimos comprobarlo en el espejo, y decidirnos por fin a ser adultas (valga la paradoja) y llamar las cosas por su nombre y parar la negación y seguir. Porque habrá que seguir. No queda duda.

Un desayuno a voces. Una librería más. Un epílogo con tormenta y amenaza de encarcelamiento

Patricia y su hermosa hija Julia nos vienen a despedir en la quinta y última mañana porteña. Nos regalan un hermoso mate y unas barajas españolas que alteradas recrean la imaginería gauchesca. Salimos por la Avenida de la Plata. Encontramos un cafecito que Maya había descubierto la tercera mañana cuando yo esperaba algo en casa que ahora no recuerdo. Patricia cuenta rocambolescas historias de judíos y cristianos en el cementerio de Chacarita. Yo regreso al pis por risa. Maya tiene espasmos y lágrimas por la misma causa. Julia debe irse a clases; pero mira a su madre con devoción. Hablan ellas de reencuentros esotéricos y llamadas desde otro lugar. Yo devoro medias lunas. Nos prometemos encuentro en Houston y amenazo con volver, a fin de cuentas casi me muero de infarto pagando en Lima la tasa de reciprocidad y es válida por diez años. Alguien nos manda a callar. Patricia dice que lleva razón. Añoramos a Adriana. Tenemos ansiedad por la separación. Nos abrazamos y con Maya tomamos por la Avenida Rivadavia buscando la librería Cúspide, donde un par de noches antes, buscando una farmacia para un laxante (Mabel y carne de res, llenen en los blancos) habíamos encontrado unos libros de Paul Auster y de Rosa Montero que definitivamente queríamos llevar. También nos urgían unos alfajores de dulce de leche y fruta y una caja de “havannets” para alguien que sabrá quien es cuando los vea… Con un largo paseo por el parque de Rivadavia y sus decenas de puestos para libros, películas y músicas, dijimos adiós por esta vez a la ciudad. Un taxi. Al aeropuerto y pronto a casa. Qué feliz ser ignorantes del minuto que vendrá después.

Muy sentadas en el avión de TACA, operado por Avianca estamos. Muy ya vamos derecho a Lima y de allí en pocas horas a Houston, cuando se desata una tormenta. Inesperada y brutal nos hace suponer que debemos esperar a que amaine para despegar. Es entonces que súbito, un carro de maletas estalla contra nuestra nave. Nada serio podría ser. Estamos en un pájaro gigante. El avión no ha despegado. El carrito de maletas es nada. ¡Já!

La cosa se resume así: seis horas de retraso en Buenos Aires. Conexión perdida en Lima y lo peor, lo mucho peor, unos doscientos tripulantes que desesperados gritan ya en tierra (nos bajaron de vuelta al aeropuerto) a la operadora de Avianca y le cuentan su historia personal y piden les regresen su dinero y se quejan y gritan y hablan de hambre y llaman a sus casas o adonde fueren y no hay una conexión WiFi que valga la pena, lo cual irrita poderosamente a una servidora.

En algún momento de la madrugada despegamos en Buenos Aires sabiendo que nuestro destino era incierto. La conexión que haríamos en Lima era completamente aparte de aquella de TACA que tomábamos en Baires. Tickets separados. Historias aparte. Contratos independientes. Sin saber qué generosa impiedad podía esperarnos por parte de United llegamos a Lima con los hombros encogidos y dispuestas a llamar a nuestro amigo Ariel para que nos diera asilo político al menos por un día.

Pero otra vez la letra torcida de la línea recta nos esperaba. Los de TACA se asumen responsables y en menos de media hora nos ponen en un vuelo a San Salvador, El Salvador, que conectaría a Houston en muy breve lapso. Cielos abiertos. Esperanzas recuperadas. Asilo limeño pospuesto. Nos vuelan en clase de negocios, paticas estiradas y descansito de cuatro horas con el mejor de los desayunos incluido.

Ya en San Salvador, todo parecía perfecto. Aeropuerto pequeño. Vuelo que sale en menos de media hora. ¡Já! Y es que cuando ya estamos chequeando nuestro equipaje de mano por tercera vez en las últimas veinte horas, descubrimos que  había que poner los líquidos pequeños en un nylon transparente (exactamente un ziploc) 
que obviamente no teníamos. A mí la regulación no me aplicaba pues no viajo jamás con líquidos para evitar el tema de las medidas correctas e incorrectas, pero a Maya sí le comienzan a quitar todo y ella a suplicar que le dejen una crema facial que llevaba encima y que no era exactamente barata. La crema de marras, además, tenía las medidas que se exigen a los pasajeros para estos casos.

No hace falta aclarar que cuando vi la cara de penita que Maya ponía mientras insistía en que no le quitaran específicamente aquella crema (el resto que también se lo quedaron, daba igual) empecé de inmediato a protestar 
y a decirles que cómo iba ella a tener esa mierda de bolsa plástica en un tránsito de 50 minutos
 en un país en el que no teníamos que estar y que además asume las medidas de Estados Unidos con más devoción que ellos mismos. Que aquí, con tal de que las medidas sean las correctas, les da lo mismo si pones los líquidos en un ziploc o en una caja fuerte. Y yo que grito y ellas (eran todas mujeres) que me ignoran y siguen, como autómatas, tirando las cosas de Maya.

Entonces me desmadro, en ese estilo que sólo los íntimos conocen, y comienzo a boconear y a gritarles (más) que eso es un abuso de poder y una manera absurda y ridícula de entender esa ley importada, que están colonizados, que dan pena y viene una supervisora y me quita mi pase de abordo y pasaporte y me dice que no me voy, que por mi actitud me quedo presa en San Salvador. Repetimos: ¡por mi actitud!

De ahí hacia el final de la escena cualquier cosa que diga será producto fiel de mi imaginación. Perdí el sentido. Sólo sé que di un estremecedor grito que se oyó más o menos así: ¿quéééééééééé?
(muy aguda la é, orgullo de soprano la é). É de espanto que traía la memoria de otros eventos de mi vida en donde me sentí sin derechos y una no persona. É de yo de esos desmanes del poder ya me escapé. Y comienzo  a gritar que soy norteamericana y tengo derechos y le arrebato mi pasaporte y mi pase de sus manos mientras Maya  me suplica que pare
 y una mujer policía me exige que entre a una oficina
 y yo que grito poseída: soy norteamericana, soy norteamericana y agito el pasaporte.
 Y siento sonar el himno por algún lugar de mi cabeza y en las mentes de los espectadores estoy envuelta en la bandera de las rayas rojas y las cincuentas estrellas a punto de incendiarse. Y todo el aeropuerto, que es más pequeño que una sala de espera en un hospital tejano, mirándome en silencio cortante y quizá esa y no otra fue la clave para que la propia supervisora, aquella que arrebatara pasaporte y pase de abordo y que a su vez fuera continente de mi grito y mi arrebato de documentos en dirección contraria me dice: vaya y quítese los zapatos; lo cual era el paso final de aquella agónica inspección
con dèjá vu. Y así fue como sobreviví en Centroamérica.

Cuatro horas después estábamos en Houston y por primera vez en estos casi ocho años de exilio/migración sentí la enorme felicidad de haber llegado a una tierra que si bien no es enteramente mi casa en la medida en que no guarda mis primeros veinte nueve años de historia -eso que cursi mas sabiamente debo llamar “mis raíces”- al menos acoge mis ramas con delicado respeto por mi ser. Uno que definitivamente insiste en ser trashumante y que se reconoce en formación; pero libre y silbante. Como los chicos que se fuman un cigarrillo en cualquier esquina en Buenos Aires. Como la banda sonora que no para en mi cabeza.





Sunday, July 14, 2013


Pido la voz y la palabra
"Escribo
 en defensa del reino 
del hombre y su justicia.Pido 
la paz y la palabra. He dicho
 «silencio», 
«sombra», 
«vacío» 
etcétera.
 Digo
 «del hombre y su justicia»,
 «océano pacífico», 
lo que me dejan. 
Pido 
la paz y la palabra."

Blas de Otero


La primera de estas fotos fue tomada en la ciudad de Matanzas en el año 1956. Al centro mi madre está cumpliendo siete años  y sobre ella (de izquierda a derecha) sus dos abuelas: Catalina y Caridad. Justo detrás de Catalina su padre y tía. Justo detrás de Caridad, con unos raros objetos en las orejas, su madre. El barrio en donde vivían mi madre y abuelos todavía hoy resulta curioso con todo y las mixturas de clase y raza que consiguió la Revolución y su nunca bien ponderada democratización. Y digo curioso porque antes de que ese proceso  irrumpiera en las vidas de todos, el barrio de Pueblo Nuevo fue desde siempre una zona de trazado rectangular, casi exacto, delimitado en sus vértices laterales por dos calzadas llenas de casonas de puntal alto, tejas francesas, grandes y espaciosas habitaciones con acceso a un patio central o lateral, cochera y gigantes puertas que aún alardean sobre el poder económico de sus primeros habitantes en la quizá floreciente República cubana. Mientras las decenas de callecitas interiores de ese mismo barrio, su corazón, están abarrotadas de solares multifamiliares, cuarterías que tanto evocan al barracón de la era colonial y la economía de plantación y las casas familiares (que también las hay) suelen ser modestas, amontonadas una sobre la otra, casi haciéndose daño de tan juntas y propensas a la poca intimidad. Si se presta atención a la foto no hará falta aclarar de cuál de las dos áreas del barrio viene mi birracial familia de mediados del siglo XX. El escándalo menor (pues para los pobres los escándalos son lujos que no se pueden permitir) del matrimonio forzado de mis abuelos (embarazada y con 15 años ella, enajenado y Don Juan mulato él) hubo de encontrar hogar en el corazón del Pueblo Nuevo y con este gesto el origen del malentendido que ha sido la vida de sus descendientes.

La segunda imagen que hoy  traigo es de mi cumpleaños octavo. Para entonces vivo ocasionalmente con mi madre y su esposo de la raza negra en un barrio en donde no predomina la mixtura. Allí la Revolución hizo (en el sentido de disipar segregaciones) poco o nada. Se trata del antiguo prostíbulo y zona de juegos de la ciudad desde casi su fundación. Barrio a la orilla de la desembocadura del río Yumurí, casi cercano a la marina en donde se estibó el azúcar que salía de las muchas plantaciones de la provincia, la que al parecer llegó a ser la primera exportadora de ese derivado de la caña en el siglo XIX. Durante la naciente República, después de la abolición y otras conquistas, la Marina fue zona de prostitutas, chulos y jugadores. Después de 1959, algunos de esos vicios pasaron a ser prácticas clandestinas y los hijos de sus habitantes fueron a la escuela gratuita y obligatoriamente, devinieron deportistas, siguieron tocando la rumba de siempre en el solar. Viajaron mostrando la cara más folclórica y nunca olvidada de la nación (Los Muñequitos de Matanzas, Afrocuba, etc). Las dos niñas a mi izquierda son mis primas. Con ellas vivo todos los meses que no paso con mi madre en el barrio de los negros. El resto, son mis amigos de esas temporadas. Con ellos me rompo las rodillas, juegos a los agarrados, los escondidos, el pon (la rayuela) y las casitas en algunas de las salas de los cuartos de solar en donde viven o en la pequeña salita de mi casa con puerta a la calle y baño independiente. Mi madre será nieta y bisnieta de esclavos, hija de mulato y mujer de negro; pero hay que marcar la diferencia. Ella pasa por blanca y también yo. Somos ridículamente admiradas por ese color que es más una broma de la genética que un hecho a probar. Espero que mi madre a los siete haya estado igual de confundida que yo a los ocho. Con todo y la democratización revolucionaria.

Esta larga y personal introducción parecería no aportar nada al debate nacional que ocupa a los norteamericanos en el día de hoy: el caso Zimmerman versus Martin. No sólo la cuestión racial en el Caribe tiene otros derroteros sino que además tuvimos en mi país una revolución justiciera e igualadora y encima yo parezco blanca. No soy norteamericana a pesar de mi conveniente pasaporte que me hace volar largas líneas y chequeos incómodos en la vieja Europa y la burócrata América Latina. No sé nada. No puedo, por definición, entender de qué va esto. Quizá.

De ahí que haya echado mano de mi negro pasado, mi genealogía que no por expuesta hasta el cansancio me legitima ante el dolor, el saber tan poco de la experiencia del gueto, el no haber sido casi nunca (que lo de latina US carga lo suyo también) sospechosa de ser sospechosa. En mi barrio marino nunca me rechazaron en los juegos por ser de otro color aunque a veces, si se ponían bravos conmigo (digamos porque hiciera alguna trampa) me gritaran en este orden: gorda, blanca, deja la trampa, chica... Pero básicamente mi otredad era motivo enfatizado por mi familia e ignorado por mis amigos. Esos de los que mi abuela ojiazul (la de los raros artefactos en la oreja en la primera foto) y su hermana ojiverde (extrema izquierda de la misma imagen) me quisieran rescatar. No pude ir a la escuela con ellos, ni a los campamentos de exploradores, ni a las escuelas al campo. No pude besar a ninguno/a como suele pasar en esa edad de descubrimientos. Mi abuela y tía-abuela me arrebataban de allí con insistencia. Mi madre las dejaba por motivos que dan igual ahora.

Ellos eran Trayvon Martin y yo Marc Zimmerman. De mayor, bien podía haber llevado la pistola si en Cuba se vendieran legalmente armas de fuego. Pude haber tomado la ofensa infantil de gorda y blanca a su mayor extremo. Pude querer borrar de un solo tiro a la bisabuela Catalina, la misma que provocó mi madre fuera abandonada por su primer novio una vez que éste la conoció: "Mis padres me han dicho que nuestros hijos podrían salir negros", fue el argumento de ese amor adolescente que ya no volvió.

En este doloroso debate de hoy, la encrucijada cubana parecería no tener peso. Mejor acomodarnos en las conquistas de la revolución y listo. Pero el caso Zurbano (aunque él mismo niegue semejante título) habla de algo más. De un racismo estatalizado del que además no se puede aún hablar ni siquiera desde la academia o el libre pensamiento. 

Trayvon Martin nació condenado a la muerte del mismo modo en que año tras año decenas de jóvenes negros estadounidenses son asesinados por la mismísima policía que alega en todos y cada uno de los casos defensa propia. La mixtura racial de la mayor parte de la humanidad no nos libera del odio al otro/a diferente. Ironía mayor que se devela avasalladora cuando buscas entre las viejas fotos de familia, de cualquier país, cualquier rincón, y descubres el gigante malentendido que es vivir. Por todo ello y a pesar de saber poco o nada de estas cosas: pido la voz y la palabra.