Teníamos algunas cosas pertinentes: unos créditos no
reembolsables de United y TACA, una cierta rajadura en la que podíamos
funcionar como reparadoras, una obsesión no resuelta con Buenos Aires (mi
primer encuentro con ella en 2010, la certeza de saber que era una ciudad para
que Maya fuera feliz y se sintiera en español y finalmente “en casa”: ese mundo
de libros); un amigo querido para hacer madrugada y día brevemente intenso en
Lima, un círculo que cerrar y tanto más… Allí nos fuimos…
Un día en Lima
Con su olorcito a ceviche fresco, su gente sonreída, sus
pillos taxistas, su espantoso tráfico y su infinita amabilidad, Lima nos
recibió por unas veinte horas que parecieron semanas. Como quien pasa las
vistas de un álbum de fotos aceleradamente: paseo de San Isidro a la catedral
pasando por callecitas de tiendas abarrotadas de artesanía que recuerdan a las
de Santa Clara, Cuba (Maya’s dixit), o a las de la Calle Conde, Santo Domingo.
Plaza Mayor, cambio de guardia en el
Palacio de Gobierno y la banda militar que entona valsecitos peruanos, como si
tal cosa… Decoraciones de navidad ya floreciendo. Anuncio de un verano que
borrará por algunas semanas el color
panza de burro que el cielo acá suele tener. Entrada a la catedral: tumba de
Pizarro, recién estrenadas catacumbas con esqueletos reales y polvorientamente
vestidos, hábitos que pertenecieran a Juan Pablo II y esa sillería machimbrada
en el altar mayor: el barroco latinoamericano que no es una falacia (ver el corto Utopía
de Eduardo del Llano). Memorias de oro virreinal, Cristo que continúa
mirando a Pachamama. Tarde en Barranco. Nostálgico entonar de “La flor de la
canela” a la sombra de Chabuca; bajada a los baños “del puente a la alameda”.
Pacífico. Ceviche. Choclo. Pisco. Un recorrido por el museo de la electricidad,
también en Barranco. Un frapuccino en
Starbucks, faltaría más.
Asunción por Buenos
Aires. Un tratado de reciprocidad. Pesadilla number one
Muy llenas del aire cálido de Lima y de manjar blanco,
llegamos a abordar nuestro vuelo de TACA que en unas cuatro horas nos llevaría
al añorado destino porteño. Muy viajadas. Muy para qué vamos a hacer antes el check-in desde casa si de todos modos
hay que facturar maletas y hacer la cola. Muy la cuota a abonar por el tratado
de reciprocidad -esos modestos 160 usd por persona que te validan la entrada al
país por diez años seguidos- se pagan allá, en el aeropuerto mismo, tal y como
lo hacen los chilenos, que cobran 140 usd por el mismo concepto. Muy eficientes los chilenos. Todo sea dicho ¡Já!
Noticia de última hora: los de TACA deciden cambiar de avión
y se quedan sin asientos un par de decenas de pasajeros. Pero no se preocupen
ustedes, señoritas, ya las volamos a Asunción, Paraguay y allí se conectan a
Buenos Aires. ¿Asunción? ¿Paraguay? ¿Quién ha visto a un ruiseñor o en su
defecto a un paraguayo? Bueno, hoy es el día. Que nuestra amiga Patricia
tuviera armado un “quilombo surreal” para irnos a buscar a las 4.00 am al
aeropuerto en Baires, que no tengamos ahora mismo cómo comunicarle que ya no es
a las 4.00 am sino a las 9.00 am, que quizá ella no pueda a esas horas, que no
tengamos pesos argentinos, que nos quede nada de tiempo para abordar y aún
estemos en el mostrador no es importante. Importa que cuando decimos que sí,
que venga, que a Paraguay nos vamos, descubre el chico que no hemos pagado la
tasa de reciprocidad. Que eso se hace antes, por internet, señorita, muy fácil,
mire, suba usted al Starbucks, que
allí hay WiFi gratis y ya me la trae. Aquí la señorita: vale y ¿te enseño que
la pagué desde la computadora y listo? El chico de TACA, Carlos para los
clientes: bueno, la verdad que no sé, déjeme averiguarlo. Vaya usted pagando.
Es allí mismo, suba la escalera no más.
La señorita se desmadra y grita a Maya que en su mejor estilo
frente a las crisis da vueltas en redondo e hiperventila: una visa, una visa,
sólo tengo la American Express y seguro que no la aceptan. Maya: te lo dije,
hay que viajar con las tarjetas de crédito. Yo, muy subida: American Express no
es para abrir puertas si se te perdió la llave, ¡es una tarjeta de crédito!
Ella busca su visa después de una larga navegación por el bolso que va metido
en la mochila en donde adentro hay un monedero y en él una cajita para las
tarjetas. Hay suerte: la encuentra y me la extiende. Orgullosísima de tener una
tarjeta que sirva para algo más que endeudarse. La señorita corre sola por los
pasillos del aeropuerto: laptop, pasaportes y tarjeta en mano. Los marines de la
armada inglesa debieron sentirse más
ligeros cuando preparaban los cañones de matar. Paso de largo por la escena en
la que la contraseña de la WiFi de Starbucks
(que estaba donde el diablo dio las mil) no entraba a mi computadora. Y por aquella
otra en que cuando la contraseña entró no sabía yo cómo diablos pagar la
susodicha tasa pues la página oficial del gobierno argentino tiene más vínculos
que la NASA. Y también por cómo quedaban 15 minutos para pasar el punto de
control, migraciones y llegar a la puerta de embarque. Todo ello con Maya
girando en el lugar y los de TACA recordándonos que no es su responsabilidad
que no tuviéramos la tasa paga y que no hay hotel si perdemos el vuelo y que no
hay vuelo si perdemos el vuelo. Asunción amada. Paraguay bendito. Paso de largo
también por el momento en que ya con los recibos del pago en la compu, Carlos,
el de TACA, me dice que han de estar impresos. Que lo miro como quien devora y
que sin más nos lleva a una computadora de la compañía para imprimir -lo cual
pudo haber hecho desde el minuto cero y evitar la patética escena que acabo de
describir.
No sé cómo sucedió; pero volamos todos los puntos de revisión
y control y estábamos ya en el avión, listo aquel a cerrar la puerta luego de
que nuestros nombres repicaran sin cesar por las bocinas de todo el aeropuerto.
El avión despega y presas ya más de la histeria que del sentido del humor, nos
entregamos a una risa desbordada cuando vemos que nos acompañan una monja, un
hare krishna y un equipo de fútbol del Paraguay. Bendecidas y malditas a un
tiempo, pensamos. Si bien nos protegen dioses occidentales y orientales, los
equipos de fútbol suelen estar trágicamente asociados a siniestros de aviación.
Habrá que apostar a la luz de los maestros espirituales y comer algo, que al
menos a mí, los nervios solo me dan por eso.
Cuatro horas en Asunción. Paraguay: Maya va
de compras
Sin demasiadas ceremonias Asunción nos recibió en plena
madrugada con WiFi gratis, comprensible y funcional, cafetería de alfajores
Havanna, exquisitos capuccinos y sándwiches de miga. ¿Y esto es lo nacional? Pensé con decepción pues el
imperialismo argentino se hizo notar; pero no me atreví a abrir mi boca para
protestar (estaba deshecha, que si no…). Y también me sentía agradecida pues a pesar de las
torceduras del universo y el equipo de fútbol, teníamos la tasa impresa, en
unas horas abordaríamos a Buenos Aires y en algún momento de la histeria del Starbucks en Lima había conseguido pasar
un mensaje vía Facebook a Patricia
contándole del cambio de aviones y plan y pidiéndole que llamara a Arlén (mi
más antigua hermana de tribu, en versión flaca y residente del sur, viva la
diáspora cubana y llegados a este punto: ¡Gracias, Fidel!) para que si pudiera
nos recogiera ella. Patricia contestaba que Arlén podría. Todo bajo control. No pedí más.
Y mientras yo me ocupaba de estas “practicalidades” de la
vida trashumante, Maya según su práctica habitual en donde se avizore tienda,
tenderete, chiringuito o kiosko, se perdía en la noche del shopping paraguayo y
aparecía con delicados regalos de piel (monederitos y escapularios) para
nosotras y algunos amigos cercanos. Un
recuerdo de Paraguay, dijo. La vida es mágica, dijo. Estamos en tierra de Gauchos, dijo. Si vas al
baño y te asomas por la ventana, ves amanecer sobre la llanura, dijo. Fui y lo
vi. Martín Fierro no andaba por esas vueltas, pero como en la lotería: you never know.
Buenos Aires, mon amour
Llegamos según lo previsto y nos quedamos dos horas y media
entre migración y aduanas. En mi cabeza Fito: Y nadie sabe como vine a parar yo, al tercer mundo. Tercer Mundo.
Tercer Mundo… con el detalle
pintoresco de que yo sí lo sé. Lo he sabido desde siempre. Y aquí estamos.
Lidiando con largas filas, oficiales malhumorados y unas españolas (que no catalanas
aunque nacieron en esa región, pero ellas no, ellas españolas) que dicen que el
problema de España no es real, que todos siguen tomando cañas y yendo de
compras, que si sacan a los emigrantes, se acaba el paro. Y Fito en mi cabeza
pero con signo de interrogación: ¿Y nadie
sabe cómo vine a parar yo al Tercer Mundo? Bue…
Una vez afuera y el largo y necesitado abrazo de mi Arlén, ya
todo fue subir. La primavera estalló como
a propósito. Nos contaron todos que antes de llegar había llovido por
largos días y que estaban hartos de tanta agua. Para nosotras: sol,
temperaturas perfectas (ni frío ni calor); olorcito a parrilla por doquier y
silbidos, silbidos, silbidos… todos silban en Buenos Aires y yo lo adoro y
silbo con ellos en mi cabeza. Cualquier melodía. Todas las que sé.
Llegamos al apartamento en el céntrico barrio de Caballito
que nuestras amigas Claudia y María Elena gentilmente nos prestaran para estos
días, nos metimos en la cama con la misma devoción que se deben entregar al
agua unos peregrinos en Sahara y dormimos unas 3 ó 4 horas porque la emoción de
salir no daba para más.
Hanukkah con flan de calabaza en Baires o una historia de los reencuentros
Esta sección de la crónica debían contarla Maya o Patricia;
pero ni modo: es mi crónica y me hago cargo. La cosa es que mi amiga Adriana
Novoa, meses atrás me había presentado a su amiga Patricia. Adriana es a
Patricia lo que Arlén es a Mabel. Más o menos así. Compañeras de la facultad,
hermanas de tribu, hijos que son respectivos sobrinos de la otra. Y en esa
presentación vía Facebook (tomen nota
dudosos de la redes y su eficacia, gente sin fe) supe que Patricia se quedaba
para siempre. No haré aquí el recuento de cuántas veces he tenido que saltar de
mi escritorio corriendo al baño a hacer pis por las risas que me provocan los cáusticos
diálogos que con Patricia y Adriana he tenido. Tampoco de la enorme ayuda que
en tiempos difíciles (de evolución, dirían ellas) me han brindado a nivel
emocional. Iluminación tras iluminación. Respuesta tras respuesta. O sea,
Buenos Aires es a Mabel la urgencia de un encuentro con esta amiga incorpórea,
entrañable y judía. Segundo día de Hanukkah.
Día de acción de gracias. Llegada a la ciudad. No digo más: juntadas y a comer.
Me encantaría haber tenido el detalle de copiar los nombres
de los exquisitos platos sefardís y ashkenazis que Patricia preparó para
nosotras y que compartimos en casa de su amiga Rosana. Describiéndolos en
cristiano serían empanadas de queso, bolas de papa y cebolla, hummus, pescado
frío, falafel, ensalada de huevos, papas y mayonesa… un festival de lo
absolutamente delicioso. El postre vino desde Houston: pastel de calabaza,
pastel de manzana, pastel de avellanas que se rompió en el camino y no nos
atrevimos a llevar a tan magna cumbre. Para
la próxima traemos helados. Es de buen gusto llevar los dulces a la cena.
Nosotras mejor portadas imposible. Eso, helados la próxima vez.
Inició Daniel (el esposo de Patricia) el ritual de bendecir
el pan y el vino, oraron en hebreo y encendieron las velas. Nosotras, atentas y
agradecidas: compartimos y escuchamos. Israel en Buenos Aires. Y Dios en todas partes.
Entonces sugerí que Maya dijera una oración ecuménica para
celebrar el Día de Acción de Gracias (gracias a Dios sin pavo)… suele hacerlo
ella en casa de la familia y solemos todos quedar conmovidos por su
espiritualidad y visión armónica del mundo.
Y sucedió una vez más. Y fue, quizá, la oración más hermosa de cuántas
le he escuchado decir en estos ocho años de convivencia. Y habló de reencuentros
entre los allí presentes. Y de algún modo todos asentimos en que veníamos de
otra parte conocida hasta esa mesa nueva y hubo luz y hubo mucha risa a lo
largo de la noche(en mi caso, risa con pis, nada nuevo) y explosión de agua que
me salió por la nariz y los ojos, esa situación en la que te da un ataque de
carcajadas cuando acabas de beber agua… de esa dimensión de risa aquí
hablamos. Y tanta gratitud. Tanta. Por
la mesa llena, por los nuevos (ancestrales) miembros de la tribu, por el viaje
al sur, por lo que vendría después y
hasta ese momento sólo presentíamos…
El Tortoni, Avenida de Mayo, Casa Rosada,
Catedral, Recoletas, La Biela, El Ateneo
Y llegó el día segundo y la ansiedad de recorrer Baires de un
tirón y sin más ya estamos en la Avenida de Mayo, frente al mítico café Tortoni
(lugar de reunión que
bajo el amparo de la peña de Quinquela viera pasar por sus mesas a Alfonsina Storni, Baldomero
Fernández Moreno, Juana de Ibarbourou,
Arthur
Rubinstein, Conrado Nalé
Roxlo, Antonio
Bermúdez Franco, Ricardo Viñes, Roberto Arlt, José Ortega y
Gasset, Jorge Luis
Borges y Florencio
Molina Campos). Y frente (porque allí la cola era imposible) nos
apuramos unas medias lunas con café y nos enrumbamos hacia las librerías de
segunda mano en donde Maya tiene otro de sus accesos de ansiedad porque quiere
llevarlo (rescatarlo) todo… la revista Tango, los manuales de sicoanálisis,
viejas ediciones de El Perseguidor,
poesía, poesía, poesía… Horas entre libros viejos y afuera la gente desbordada,
feliz…
Caminata hasta la
Casa Rosada, Plaza de Mayo en donde una vez más me estremezco aunque no vea a
las abuelas… ahora hay carteles en contra y a favor del aborto; pero para mí
son siempre las escenas de La historia
oficial y Norma Aleandro (Alicia en el filme) tratando de encontrar una
respuesta. Luego la Catedral (mucho Papa argentino celebrado y pocas nueces) y
el Cabildo. Gente que se para a explicarnos cosas de la ciudad, del gobierno,
del peronismo trasnochado, del kirchnerismo que los lleva hartos o contentos.
Nunca se sabe.
Bajamos por la
calle Florida buscando el London,
cafecito para Cortázar y para María Elena y para mí. Allí donde nos tomamos mi
primer “tostado” en 2010 y que quería compartir en su aliento de tiempo ido con
Maya; pero no lo encontramos. Muy tarde descubrí que lo había dejado atrás,
casi a la altura de la misma Avenida de Mayo. Desembocamos entonces en la Plaza
San Martín. La torre de los ingleses, los novios sobre el césped.
Maya se pierde
entre los palacetes que tanto evocan a París y yo quiero ofrecerle La Biela en Recoletas como sustitución
por el London perdido. Insisto en que
debemos caminar hasta allí, que no debe ser lejos. Era lejísimos. Pero dio
igual. La Avenida del Libertador se deshizo en halagos: cafecitos, hoteles,
edificios de vecinos bien posesionados. Un alto para un “vacío” de ternera, un
filete de pescado, un vinito de Mendoza y la fiesta verdadera: helado de dulce
de leche. Ya quisieran Häagen-Dazs, Ben&Jerry’s y todos esos improvisados alemanes y
gringos: ¡los argentinos!; sólo ellos asimilaron y superaron la heladería
artesanal italiana. ¡Ah! ¡Qué delicias!
Y sí, seguimos la
caminata y después de una siesta mínima a la sombra de unos árboles
centenarios, ya en Recoletas, llegamos a La
Biela y allí las fotos de Fangio y las estatuas de Bioy y Borges: un
tecito, una cerveza, una vista del hermoso cementerio.
Una de las cosas
que había movido a Maya a hacer este viaje, era una visita a la librería El Ateneo. En una de esas listas que
giran por Internet, la habían declarado una de las diez más hermosas del mundo.
Emplazada en lo que fuera años atrás un cine-teatro, hoy los palcos y plateas
de El Ateneo acogen libros de
reciente edición y en su escenario (que mantuvieron tal cual era) una graciosa
cafetería te deja contemplar el espectáculo de los libros desde una perspectiva
invertida. Los libros abajo y los lectores en escena. Los libros espectadores.
Los lectores lo “espectado”.
Maya no disfrutó
de El Ateneo como ella misma
anticipó. Los libros nuevos, bestsellers en
su inmensa mayoría, no la seducen del modo en que lo hacen los usados. Esa
misma mañana se consumió de emoción ante las estanterías repletas de esas hojas
desgastadas entre las cuales suele encontrar secretos: dedicatorias, cartas de
amor guardadas con celo, hojas secas, fechas, nombres, parahistorias que la
llevan de la mano a un tiempo que no vivió, pero que tiene la certeza de que
podría reconstruir desde esas notas al pie o al margen. Pero en todo caso,
valió la pena visitar ese mundo en donde los libros entran al juego de las
representaciones con fruición y guión de comerciales.
Un
día en san Isidro. Victoria Ocampo y la vanguardia argentina. Un mago cubano y
mi sobrina Carmela
Es el día tres y
María Elena había sugerido que no dejáramos de visitar la Villa Ocampo en el
pueblito de San Isidro, localizado aquel ya en la provincia de Buenos Aires.
Después de varias aventuras por nuestro barrio Caballito tratando de encontrar
el autobús que nos llevara a la estación de trenes, decidimos tomar un taxi.
Pintorescos como suelen ser estos personajes en todo el mundo, nuestro chofer
de turno nos pone al día sobre la situación del gobierno, el “quilombo” del
dólar que él no necesita; pero que igualmente está ahorrando para llevar a sus
hijos a Disney World en Orlando, Florida, y nos conduce con el peor tráfico del
mundo hasta la casona de Victoria en San Isidro.
No más bajar
saltamos a la Belle Époque. Los autos
estilo fotingos que diríamos en Cuba, las estatuas de hierro vestidas con los
largos vestidos de encaje blanco y los collares de falsas perlas, los señores
con el frac, la casa toda abierta a la luz de esa primavera insultante y el
espíritu de Victoria Ocampo y sus hermanas pululando en el jardín. Ya me lo
había advertido Patricia en el teléfono esa mañana: si estás atenta, podrás escuchar a las niñas Ocampo jugando y riendo
por allí. Y se escuchan. Pero se escucha sobre todo el ímpetu de Victoria a
quien imagino dando órdenes, gritos en el teléfono para que terminen de
imprimir Sur, enérgicas miradas a la
servidumbre para que pongan ese té a Lorca, a Borges, a Stravinsky, a Tagore o
a Camus. Se le presiente imponiendo la vanguardista escuela de Le Corbusier en
los muebles, las cortinas, los mínimos
adornos. Desechando lo victoriano de sus padres y madrina en pos de ese
renacimiento que acogería a lo más selecto de la intelectualidad mundial.
Además de
recorrer la casa en silencio y de que Maya se hiciera con unos cuantos números
originales de Sur en la librería, nos
sentamos por largos intervalos en la terraza del segundo piso y el jardín. No
había mucho que decir, solo sentir, casi con los ojos cerrados aquellas
presencias de quienes a su modo, seguramente ignorándolo, nos enseñaron desde
el sur a leer en tiempos de vanguardia y renacimiento. Con todo y la mímesis de lo europeo, algo en Villa
Ocampo trasluce genio nuevo y profundamente latinoamericano.
Conmovidas por la
visita, casi flotando (cursilería incluida) nos encontramos a la salida con mi
amiga Arlén, su esposo Julián y mi sobri Carmela. Esta última agotada de toda
una semana en el Jardín sólo quería
un pedazo de pizza y un helado de dulce de leche. Sí señor. Y a por ellos
fuimos. Otro festival del paladar. Y más tarde nos dimos un pequeño paseo por
la catedral de San Isidro y la feria del pueblo. Bajando los escalones un mago.
Y vaya usted a saber con qué letra torcida se escribe esta historia; pero era
cubano.
Una de las cosas
que de entrada nos hizo reír, pero que más tarde llegó a preocuparme fue la
insistencia de aquel en hacer de su raza un leitmotiv
para la auto parodia y en algunos casos la auto conmiseración. Si en buena
medida sus bromas aludiendo a su condición racial provocaban la risa reflexiva
(bocadillos como: negro, quién te iba a
decir que ibas a estar en San Isidro); más tarde el abuso de ese recurso y
las constantes alusiones a la poca confiabilidad y poder adquisitivo de los de
su raza resultaron caricaturas un tanto esperpénticas de sí mismo con las que
personalmente no pude dialogar, ni siquiera tirando de mi sentido del humor.
Algo gracioso
sucedió cuando el mago hizo una referencia a que se había presentado antes en
Europa y Estados Unidos y al decir esto último Carmela gritó para sorpresa de
todos y conmoción mía: ¡mi tía vive en los Estados Unidos! Ella que había
estado harta de todo por una buena parte de la tarde, hacía ese pequeño
homenaje de importancia a una tía que la añora mucho más de lo que sabrá nunca
y que nos confirmaba con Arlén, que estos veinticinco años de amistad en verdes
y maduras se sintetizaban en ese grito aturdido y amoroso. Nos miramos mi amiga
y yo con una dulce sonrisa que ya lo sé, no me abandonará más.
Chacarita,
San Telmo y un dulce espejo que en el sur aguarda
Nuestra amiga y
anfitriona Claudia nos había prometido viaje a la Chacarita, a cantarle su
tanguito a Gardel y a ver por fin qué fue del cuerpo de Alfonsina (chiste para
cierto grupo de amigos: ¿salió o no del caracol?) y allá nos fuimos en el día
cuarto y con la ansiedad de que Buenos Aires casi se agotaba por esta vez.
Lo encontramos
rápido a Gardel: unas fotos, un saludo, un
“volver, con la frente marchita (…) sentir que es un soplo la vida, que veinte
años no es nada…” Ya. Me encantaría que esa última línea del tango aquí
citada no fuera cierta. Pero no le iba a estar reclamando al pobre en su tumba.
Anduvimos lo que
no puedo describir tratando de encontrar a Alfonsina y el resto de los famosos.
Todos nos despistaban. Pero al fin fue posible. Y allí la estatua rosa de
Alfonsina. Y más gente a su alrededor: Goyeneche, Benito Quinquela Martín y
Luis Sandrini, entre muchos, muchos otros. Maya asegurando que la que está en
una caja tras la estatua de Alfonsina es Alfonsina y los escépticos de paso
diciendo con gesto desesperado de mano que se mueve con aliento italiano: y
cómo si se ahogó en Mar del Plata. Sui-ci-dio. ¡No puede estar enterrada en
cementerio cristiano, ché! Yo-que-sé.
Claudia nos llevó
hasta San Telmo que vestido de domingo era una fiesta absoluta. Puestos de
asados para comer de pie: chorizos, churrascos, vacíos, morcillas, alegría de
vivir. El mercado lleno de antigüedades: piezas de herrería, platería, obras de
arte, muebles, posters, adornos, relojes, toda la vida de más de un siglo allí
a la venta. En la calle, superposiciones con el Rastro madrileño: ropa,
zapatos, carteras, artesanía, pañuelos, armas blancas, artesanía. Lo que
quieras.
Y las casas de
San Telmo con sus puertas enormes y gastadas y la imagen de Mafalda sentada en
el banquito y aquella letra de Sabina repicando en la cabeza: “mándame una postal de San Telmo, adiós,
cuídate, y sonó entre tú y yo el silbato del tren…” varios silbatos en mí y
San Telmo que se expone con lo mejor y más raído de su ser. Parrilla para
despedirnos de Claudia. Otro vino de Mendoza. Crepas de dulce de leche que si
los parisinos descubren hacen abolir las de fruta y chocolate en sus esquinas.
Caída la tarde y
despedidas de la feria en San Telmo, Maya acompañó a Claudia hasta su casa para
recoger ciertos encargos que debíamos traer a Houston y yo me fui a encontrar a
solas con Arlén. Allí, en la misma puerta de nuestro departamento en Caballito,
un bar de tapas españolas nos esperaba para cobijarnos en lo que nos poníamos por
fin al día. Cada una el espejo de la otra. Certeza de ser vidas en paralelo que
alguien traza exacto desde algún desconocido lugar. Los detalles de nuestra
conversación no serán aquí o en lugar alguno relatados; pero baste decir que
desde entonces una paz añorada se adentró en mí. No sólo nos han acontecido
episodios semejantes con desenlaces más o menos predecibles, sino que todavía
queda mucho de las niñas de doce años que solían escaparse con la mirada por la
ventana de su aula en aquella escuela que nos juntó para siempre. Aquella noche
en Caballito, cerveza mediante, pudimos comprobarlo en el espejo, y decidirnos
por fin a ser adultas (valga la paradoja) y llamar las cosas por su nombre y
parar la negación y seguir. Porque habrá que seguir. No queda duda.
Un
desayuno a voces. Una librería más. Un epílogo con tormenta y amenaza de
encarcelamiento
Patricia y su
hermosa hija Julia nos vienen a despedir en la quinta y última mañana porteña.
Nos regalan un hermoso mate y unas barajas españolas que alteradas recrean la
imaginería gauchesca. Salimos por la Avenida de la Plata. Encontramos un
cafecito que Maya había descubierto la tercera mañana cuando yo esperaba algo
en casa que ahora no recuerdo. Patricia cuenta rocambolescas historias de
judíos y cristianos en el cementerio de Chacarita. Yo regreso al pis por risa.
Maya tiene espasmos y lágrimas por la misma causa. Julia debe irse a clases;
pero mira a su madre con devoción. Hablan ellas de reencuentros esotéricos y
llamadas desde otro lugar. Yo devoro medias lunas. Nos prometemos encuentro en
Houston y amenazo con volver, a fin de cuentas casi me muero de infarto pagando
en Lima la tasa de reciprocidad y es válida por diez años. Alguien nos manda a
callar. Patricia dice que lleva razón. Añoramos a Adriana. Tenemos ansiedad por
la separación. Nos abrazamos y con Maya tomamos por la Avenida Rivadavia
buscando la librería Cúspide, donde
un par de noches antes, buscando una farmacia para un laxante (Mabel y carne de
res, llenen en los blancos) habíamos encontrado unos libros de Paul Auster y de
Rosa Montero que definitivamente queríamos llevar. También nos urgían unos
alfajores de dulce de leche y fruta y una caja de “havannets” para alguien que
sabrá quien es cuando los vea… Con un largo paseo por el parque de Rivadavia y
sus decenas de puestos para libros, películas y músicas, dijimos adiós por esta
vez a la ciudad. Un taxi. Al aeropuerto y pronto a casa. Qué feliz ser
ignorantes del minuto que vendrá después.
Muy sentadas en
el avión de TACA, operado por Avianca estamos. Muy ya vamos derecho a Lima y de
allí en pocas horas a Houston, cuando se desata una tormenta. Inesperada y
brutal nos hace suponer que debemos esperar a que amaine para despegar. Es
entonces que súbito, un carro de maletas estalla contra nuestra nave. Nada
serio podría ser. Estamos en un pájaro gigante. El avión no ha despegado. El
carrito de maletas es nada. ¡Já!
La cosa se resume
así: seis horas de retraso en Buenos Aires. Conexión perdida en Lima y lo peor,
lo mucho peor, unos doscientos tripulantes que desesperados gritan ya en tierra
(nos bajaron de vuelta al aeropuerto) a la operadora de Avianca y le cuentan su
historia personal y piden les regresen su dinero y se quejan y gritan y hablan
de hambre y llaman a sus casas o adonde fueren y no hay una conexión WiFi que
valga la pena, lo cual irrita poderosamente a una servidora.
En algún momento
de la madrugada despegamos en Buenos Aires sabiendo que nuestro destino era
incierto. La conexión que haríamos en Lima era completamente aparte de aquella
de TACA que tomábamos en Baires.
Tickets separados. Historias aparte. Contratos independientes. Sin saber qué
generosa impiedad podía esperarnos por parte de United llegamos a Lima con los hombros encogidos y dispuestas a
llamar a nuestro amigo Ariel para que nos diera asilo político al menos por un
día.
Pero otra vez la
letra torcida de la línea recta nos esperaba. Los de TACA se asumen responsables y en menos de media hora nos ponen en
un vuelo a San Salvador, El Salvador, que conectaría a Houston en muy breve
lapso. Cielos abiertos. Esperanzas recuperadas. Asilo limeño pospuesto. Nos
vuelan en clase de negocios, paticas estiradas y descansito de cuatro horas con
el mejor de los desayunos incluido.
Ya en San
Salvador, todo parecía perfecto. Aeropuerto pequeño. Vuelo que sale en menos de
media hora. ¡Já! Y es que cuando ya estamos
chequeando nuestro equipaje de mano por tercera vez en las últimas veinte
horas, descubrimos que había que poner
los líquidos pequeños en un nylon transparente (exactamente un ziploc)
que obviamente no teníamos. A
mí la regulación no me aplicaba pues no viajo jamás con líquidos para evitar el
tema de las medidas correctas e incorrectas, pero a Maya sí le comienzan a quitar
todo y ella a suplicar que le dejen una crema facial que llevaba encima y que
no era exactamente barata. La crema de marras, además, tenía las medidas que se
exigen a los pasajeros para estos casos.
No hace falta aclarar que cuando vi la cara de penita que Maya
ponía mientras insistía en que no le quitaran específicamente aquella crema (el
resto que también se lo quedaron, daba igual) empecé de inmediato a protestar
y
a decirles que cómo iba ella a tener esa mierda de bolsa plástica en un
tránsito de 50 minutos
en un país en el que no teníamos que estar y que además
asume las medidas de Estados Unidos con más devoción que ellos mismos. Que aquí, con tal de que las medidas sean las correctas, les da lo mismo si pones los
líquidos en un ziploc o en una caja
fuerte. Y yo que grito y ellas (eran todas mujeres) que me ignoran y siguen,
como autómatas, tirando las cosas de Maya.
Entonces
me desmadro, en ese estilo que sólo los íntimos conocen, y comienzo a boconear y a
gritarles (más) que eso es un abuso de poder y una manera absurda y ridícula de
entender esa ley importada, que están colonizados, que dan pena y viene una
supervisora y me quita mi pase de abordo y pasaporte y me dice que no me voy,
que por mi actitud me quedo presa en San Salvador. Repetimos: ¡por mi actitud!
De ahí hacia el final de la escena cualquier cosa que diga
será producto fiel de mi imaginación. Perdí el sentido. Sólo sé que di un
estremecedor grito que se oyó más o menos así: ¿quéééééééééé?
(muy aguda la é,
orgullo de soprano la é). É de espanto que traía la memoria de otros eventos de
mi vida en donde me sentí sin derechos y una no persona. É de yo de esos
desmanes del poder ya me escapé. Y comienzo
a gritar que soy norteamericana y tengo derechos y le arrebato mi
pasaporte y mi pase de sus manos mientras Maya me suplica que pare
y una
mujer policía me exige que entre a una oficina
y yo que grito poseída: soy
norteamericana, soy norteamericana y agito el pasaporte.
Y siento sonar el
himno por algún lugar de mi cabeza y en las mentes de los espectadores estoy
envuelta en la bandera de las rayas rojas y las cincuentas estrellas a punto de
incendiarse. Y todo el aeropuerto, que es más pequeño que una sala de espera en
un hospital tejano, mirándome en silencio cortante y quizá esa y no otra fue la
clave para que la propia supervisora, aquella que arrebatara pasaporte y pase
de abordo y que a su vez fuera continente de mi grito y mi arrebato de
documentos en dirección contraria me dice: vaya
y quítese los zapatos; lo cual era el paso final de aquella agónica
inspección
con dèjá vu. Y así fue
como sobreviví en Centroamérica.
Cuatro
horas después estábamos en Houston y por primera vez en estos casi ocho años de
exilio/migración sentí la enorme felicidad de haber llegado a una tierra que si
bien no es enteramente mi casa en la
medida en que no guarda mis primeros veinte nueve años de historia -eso que
cursi mas sabiamente debo llamar “mis raíces”- al menos acoge mis ramas con
delicado respeto por mi ser. Uno que definitivamente insiste en ser trashumante
y que se reconoce en formación; pero libre y silbante. Como los chicos que se
fuman un cigarrillo en cualquier esquina en Buenos Aires. Como la banda sonora
que no para en mi cabeza.
ah..nadie pudo haberlo contado major..una maravilla de recuento para mi, que estuve
ReplyDeletetodo el tiempo dentro de esta historia.
Una gran experiencia. gracias