Wednesday, August 24, 2016

Poderosa Atemporalidad del Agua y sus Silencios

El Agua que mece el silencio (Vaso Roto, 2015) de la autora mexicano-libanesa Rose Mary Salum presenta una colección de pequeños relatos que bien podrían ser leídos como novela breve; pero más allá, bien podrían ser leídos desde el pasado como presente inmediato y me atrevo a asegurar lo mismo de cara al futuro. Tal es la esencia de la mejor literatura. Tal el poder del agua que los baña y los mece en su cuna de eternas resonancias.

Esta serie de brevísimos episodios interconectados presenta temas angustiosamente universales (las guerras, las religiones, la familia, el amor, la fraternidad, la política, la vida pública versus la vida privada, etc.) desde la perspectiva de narradores niños quienes desde sus respectivos estados de candidez, incertidumbre, ilusión o miedo, no permiten al lector cerrar círculo de recepción ideológica alguna. No desde los trasnochados estancos de autoridad o poder (político o textual). Y justo en esa entelequia (en el sentido original del término aristotélico de 'fin en sí mismo'), descansa a mi juicio, el mayor de los aciertos en la propuesta narrativa de Salum.

La autora ha sabido crear y yuxtaponer con suaves mañas de narradora atenta una serie de eventos tan atemporales como reconocibles, tan íntimos como públicos, tan trascendentes como prescindibles. A través de esas unidades poderosamente creadoras pero también destructivas que siguen siendo la familia y sus sistemas de escolástica privada, Rose Mary Salum nos hace recorrer un profundo espectro emocional a través de sus variopintos personajes. Para ello, nos somete al ejercicio de hacernos testigos tanto de su violencia, su miseria o sus frustraciones como de su esperanza, su capacidad de reinvención, su movilidad, su sistema de valores... Pero todo acontece, enfatizo, desde plurales aguas (eternas, escurridizas, dóciles o bravas)  en donde los niños, azorados o felices, presentan escenarios ajustables a toda cultura, toda edad, todo espacio.

Si bien no podemos pasar por alto los destellos oníricos del texto: "A mi mamá la conectaron a una pared porque tiene una sandía en el estómago". (Salum 41), resulta asimismo importante anotar que se trata de un rejuego con la estética surrealista que tenga como fin último un informe sobre esa descentralización de la histórica voz autoritaria a la que largamente nos han acostumbrado y que aquí vengo reseñando. En estas guerras, sistemas de adoración religiosos, representación de hombres, mujeres y niños, no hay lugar para las jerarquías. No para el maniqueo aburrido binario de buenos contra malos. Judíos, musulmanes y cristianos perviven armónicos (diegesicamente hablando) en este pequeño concierto ecuménico que el libro modesta, pero certeramente, termina siendo. 

Celebro El agua que mece el silencio con una cierta y renovada fe en el tiempo que vendrá. Ese que la propia autora de modo incidental e inconsciente vaticina al decirnos de soslayo que hay "(...) una zona de esperanza donde todo es silencio". (Salum 40) Inocente e infantil fe que aspira al fin de las guerras y las etiquetas religiosas y las barbaries cometidas en su nombre. Fe en la literatura como ángel anunciador de una paz por venir. 

Fe en el agua que canta y sobre todo en la que desde siempre ha hecho silencio. 


Friday, August 19, 2016

La fotografía de Miriela Rodríguez: solo Clavileño nos regresará a la ínsula y la luna lo sabe
Revisitar a El Quijote con afán de entender quiénes somos y hacia dónde vamos en Iberoamérica es ejercicio bastante menos ejecutado de lo que quizá sería necesario. Nos excusa el pensamiento post-colonial (baste ya, mi bien, de mirar a la Metrópoli para encontrar cobijo entre significantes lingüísticos y simbologías decantadas a partir de ellos). Y eso, quizá, esté muy bien. Si acaso lo resolvemos con los Estudios Trasatlánticos. Pero Quijote y Sancho y sus travesías son más. Son obvio archivo e imaginario universal. Es lucha constante del hombre ante su destino. Es desafío a la vieja y no tan en decadencia moral que nos sofoca y que desde mucho antes de que Foucault lo explicara nos pone a discernir entre razón y locura como si la segunda fuera espacio inalienable de marginalidad e instituciones carcelarias. Y el Quijote es, entre tanta concentración útil de significados, errancia mayor, búsqueda incesante de bienestar o mejor, consecución de la aventura para aliviar el tiempo muerto que toda estancia e inmovilidad per se suponen.

La fotógrafa Miriela Rodríguez, exiliada cubana residente en España, ha sabido juguetear (lente en ristre) con varios niveles de significación y ha concentrado así su propia búsqueda errante en las rutas manchegas por donde imaginariamente debió volar Clavileño -aunque eso nunca sucediera, tal fue el tamaño de la estafa. Y justo ahí, en la estafa a la que Quijote y Sancho fueran sometidos, encuentra el lector de estas fotos la primera dicha. Lo que para los protagonistas de la novela fuera fiasco humillante, ella lo devuelve en imagen fecunda. Parecería decir: "aquí tenéis entrañables caballeros, os regalo la luna que a Clavileño en su imposibilidad voladora de madera crujiente no le fue permitido ver". La misma luna que, por transferencia, tampoco a los protagonistas de ojos vendados les fuera entregada. 

Esa concesión de la visión tiene así mismo una segunda lectura de mayor complejidad, pero harto legible para cualquier exiliado político, acaso cualquier migrante: todo aquello que no nos fuera dado en nuestra tierra, quizá lejana e imaginariamente, lunáticamente, en tierra extranjera nos sea concedido. No se trata de una idealización fútil de los exilios y las diásporas, se trata del más básico de los derechos que con la carta natal habría de quedarnos conferido: el derecho a la imaginación y el sueño.

La errancia de Rodríguez se traza una ruta onírica entre la luna y los molinos; pero la materialidad de la foto lo resuelve. No nos inventamos la luna, querido Alonso Quijano, si sales a por ella, su visión será esperanza de futuro; perpetuación del peregrinaje, certeza de movilidad. 

Dando una vuelta receptora más a la contemplación de esta serie fotográfica en particular y volviendo al episodio de la novela, salta un detalle que obviamente en mí como cubana se hace tendencioso. Refiero al fragmento en que Sancho se niega a subirse al caballo de madera porque eso le retrasaría la llegada a su ínsula. Aquí el fragmento:  


“¿Y qué dirán mis insulanos cuando sepan que su gobernador se anda paseando por los vientos? Y otra  cosa más: que habiendo tres mil y tantas leguas de aquí a Candaya, si el caballo se cansa o el gigante  se enoja, tardaremos en dar la vuelta media docena de años, y ya ni habrá ínsula, ni ínsulos en el mundo que me conozcan; y pues se dice comúnmente que en la tardanza va el peligro (…)”

Más tarde los personajes son convencidos y es allí que se materializa la estafa. Nunca vuela el caballo de clavijas. Y si alguna vez Sancho y Quijote creen volar es porque se han dispuesto una serie de falsos movimientos y trucos que su ceguera temporal no les deja advertir. Tal sería, sin duda, el caso actual del estado cubano y las técnicas de embuste, falta de agencia, secretismo e invisibilidad a las que han sido largamente sometidos sus habitantes en la diáspora, sus exiliados.

En este paralelo recién establecido, los ciudadanos de mejor voluntad, los temerosos de perder para siempre a su ínsula; aquellos que saben de antemano que en la tardanza el peligro habita, permanecen fuera de sus predios por obra y gracia de gobernantes mal intencionados que los embaucan en empresas de falsa realidad. Si en la novela el caballo concentra estatismo e imposibilidad de refundación de lo insular; en la realidad de la exiliada fotógrafa el mismo caballo es capaz de conseguirnos la luna y hablarle en su oído a pesar y sobre todo gracias a las gigantes masas de imposibilidad que los molinos suponen. Solo Clavileño nos regresará a la ínsula y la luna y Miriela lo saben.

Defiendo estas imágenes literarias que la lente de  Rodríguez nos regala como defiendo el derecho al sueño y el perpetuum mobile como intentos de conseguir la vida digna que desde el alumbramiento materno se nos regala. Regresar a Cervantes para entender asuntos universales no podrá estar nunca en el reino de lo demodé por muy descolonizados que nos autorrepresentemos. La ínsula espera entre luna y molinos y ese regreso esperanzado nos ampara.