Karla Suárez y el hijo del héroe ante el espejo
Karla Suárez nos lo ha vuelto a explicar. Y la vemos mantenerse "karla" al hacerlo. Quiere esto decir: sin estridencias, sin efectismos demandados por la editorial X; sin autocensura, sin perderse en el camino del resentimiento. Y sin embargo, hay tanta conmoción... Suárez apela, una vez más, a los "silencios" en la historia oficial. Pero esta vez la familia colocada al centro de su novela no se detiene en análisis profundos e intimistas en torno a la cotidianidad que los subyuga o mejora; procurando así un recuento de la vida nacional y sus desmanes sino que más bien se desliza hacia un "afuera" que actúa como sombrilla mayor, como macro-relato al que los actantes asisten sin invitación previa (mitad inercia, mitad mandato).
Ese macro-relato se articula en torno al más violento de los episodios que marcara al menos a tres generaciones de cubanos: la guerra de Angola. Sus infinitas y mortales aspas tocándonos aún. Los 2106 muertos como un número aproximado, nunca exacto. Aquel 7 de diciembre en que vimos desfilar sus cuerpos de madera abanderada. El silencio, insisto.
El hijo del héroe (Editorial Comba, 2017) es la novela que la generación de Suárez había dicho en canción (la "Angola" de Frank Delgado); en versos (los Apuntes de Mambrú de Yamil Díaz); en artes visuales (la instalación Angola de Tania Bruguera); y también en novela (Cañón de Retrocarga, de Alejandro Álvarez Bernal); pero nunca desde esta noción de fraude y desencanto. No en una novela que, contra toda actualización del género, siga pareciendo con Stendhal un espejo colocado a lo largo del camino. Porque nada falta más en los interseccionados discursos que pergeñan lo cubano que un espejo. Y Suárez, como la gran novelista que es, lo sabe.
Angola, en quehaceres estrictamente narrativos, era capítulo pendiente. Angola es en la novela de Suárez, obsesión y motivo que se desvela como fraude. Uno que casi treinta años después no había terminado de ser desenmascarado en la gran escena de los traumas nacionales, transnacionales y postnacionales. El ente disfuncional que somos, adquirió parte de su cuerpo en esa guerra. La imposibilidad de decirla a fondo, nos consume.
Ernesto (homenaje de los padres del personaje a Guevara) es un niño gracioso y tímido que tiene una hermana que se llama Tania (el mismo homenaje de los padres ficticios a la guerrillera); y una mamá que baila y una abuela sabia y una banda de tíos deliciosos que se reúnen a comer, beber y hablar de política los domingos y unos amigos con los que se pierde en el parque Almendares, creando paraísos que junto a los domésticos se romperán de un golpe cuando sabe de la muerte de su padre en la lucha armada de Angola.
Continuar reseñando las anécdotas que alimentan la configuración del personaje Ernesto parece fútil. Si nos acercamos a la vida de cualquier niño/a nacido a finales de los sesentas, principios de los setentas en la isla; la foto emerge casi idéntica: formación escolar que puede terminar en estudios universitarios, posterior descalabro político y económico, escasez, migración si la suerte ayuda (es el caso) y regresos a la isla para reencontrar familia y amigos (los pocos que se hayan quedado). Anécdotas fútiles que por eso mismo importan.
Karla Suárez lo hace a propósito. Ernesto y su hermana Tania son todos nosotros. Y en la simpleza de esa verdad descansa la grandeza del texto. Los que se fueron, los que se quedaron, los que han estado largamente paralizados por la pérdida; los que todavía siguen en la oscuridad de no saber a ciencia cierta qué pasó en aquel difícil continente. Nosotros en la ignorancia. Ellos muertos. La segmentación de la verdad que durante unas noches de nuestra infancia se llamó "caso Ochoa". La segmentación de la verdad que treinta años después cada 7 de diciembre se asoma en la esquina del periódico nacional, en el homenaje de bandera a media asta con que pretenden recordarlos. Nada sabemos. Y esa es la brutalidad de la anécdota final, el absoluto knock out con que Suárez nos estremece.
Decía bell hooks, que vivimos en una sociedad que nos ha hecho creer que no hay dignidad en la pasión, que mostrar sentimientos profundos es una manera de auto-representarnos o pensarnos como inferiores. Y esto es efectivamente cierto y lo recuerdo mientras intento poner juntas algunas ideas en torno a esta novela. De modo que hago de bell hooks mi escudo, visto sus palabras de regalo porque lo mejor que tengo para decir en torno a El hijo del héroe es que en su espejo he visto todas las lágrimas mías y también todas las de los héroes, sus padres, sus hijos... es decir, la de tres generaciones de cubanos en la ignorancia. Los mismos que después de esta novela quizás encontremos fuerza mayor para seguir recomponiendo nuestras sesgadas partes.