Cuba
Siete días, decenas de llamadas telefónicas,
el llanto de un río y un viaje a la canícula invernal para poder comenzar a
aliviar este dolor punzante, este regreso imposible al único país en donde soy
y siento en primera persona y en donde, a la vez, todo me resulta ajeno.
Cuba. Seis años y cuatro meses después.
Matanzas. La Habana. Varadero. Colón. Cabaiguán. Ceiba Mocha. Cárdenas. Cuba.
Madre, abuela, tías, tíos, primos, amigos, muertos. Cuba. Las cenizas de mi
abuelo que allí llevo. Cuba.
Y yo. Volviendo. Y yo. Sin haberme ido
jamás. Y yo. Familiar y extranjera.
No puedo hablar de lo que vi. Que fue todo
lo soñado. Que superó para bien y para un mal devastador, esos mismos sueños.
No puedo hablar de quienes vi. Todos intactos en su fe del día que vendrá.
Todos escribiendo, pintando, componiendo, actuando, diseñando, cantando,
sobreviviendo en la belleza de un arte favorecido por una enorme cantidad de
tiempo que sigue transcurriendo con la lentitud enorme del vacío. Vacío llenado
con arte, pero vacío al fin. Tiempo es
arte hace siglos para ellos. Todos resignados, en fin, a nuestro
auto-emplazamiento en los márgenes de la historia. Todos sobreviviendo con
(desde) un arte delirante, múltiple en sus formas. Recorridos imaginarios que
van del óleo a la cocina.
Cuba. Mi imaginado país. El único país
para morir. El único país adonde regresar para sentirme entera, innecesaria de
explicaciones, decodificaciones, traducciones. El único país en donde vivir me
resulta imposible.
¿Quién ganó en esta guerra sin guerra? Me
pregunto cuando ya regresando no puedo despegar mi nariz de la ventanilla y voy
llorando intensamente. Intenso con espasmos. Por todo lo que ahí dejo, perdido
para siempre.
¿Quién ganó? Le pregunto a esos muertos
que diviso desde mi altura de avión y que sé me escuchan desde el estómago
devorador de los tiburones del Estrecho. ¿Ganamos los idos? ¿Los de la casa de
verano en Miami, los Catskills o la Riviera francesa? ¿O fue acaso el
miliciano, presidente de los CDR a quien le dieron teléfono, tele a color y
viajes a la playa a cambio de su lealtad y servicios? ¿Ganó Celia con sus
millones, su éxito japonés, su enorme piso de luz en Fort Lee, su fama
merecida? ¿O fue acaso esa larga lista
de escritores que van de fin de semana a Venezuela para celebrar los cumpleaños
de Abel Prieto o Hugo Chávez, leyendo algunos poemas de su propia inspiración,
con acceso a una cuenta de email, viviendo sin la agonía de una (o varias)
hipoteca a cuestas o la responsabilidad de financiar la leche, los huevos y los
jabones de sus padres, hijos o hermanos? ¿Ganaron los Estefan con el control
del mercado de la música latina y tantos bienes raíces que sólo su contador
podrá numerar? ¿O fue que ganó la vecina que sin nunca abandonar los predios de
su sala, despotrica de las jineteras del barrio mientras su hermana desde la
factoría en Hialeah la sueña pobre e infeliz y apoya con su fiel remesa el
control que ejerce sobre la cuadra, sobre la nada? ¿O es que fue la academia
norteamericana repleta de cubanólogos, muy expertos todos, muy seria y bien
pagada gente redibujando a ese país de modo obsesivo, impenitente? ¿Ganó Maya
que no puede escuchar en el más exquisito restaurant cubano de Manhattan la
“Bella cubana” de White sin temblar como una hoja? ¿O en realidad fue su primo,
historiador de españoles en la isla, hombre viajado y de prestigio quien se
siente absolutamente desapareado, perdido porque casi todo lo que ama está
lejos de Cuba o muerto? ¿Quién ganó en esta guerra sin guerra me pregunto
mientras fragmentada en mil pedazos agonizo en ese azul radiante que veo desde
el aire, un azul de menos de 30 minutos de vuelo donde han quedado tantos
muertos muertos, tantos vivos muertos, tantos muertos vivos?
Más allá de la obvia respuesta, aquella
que ratifica que los únicos posibles ganadores no son otros que los administradores
del feudo, esos brillantes ideólogos de este plan macabro, yo no veo, no puedo ver nada más. Yo diviso,
siento, palpo, huelo, disuelvo en mis entrañas pérdida, dolor, resistencia,
miedo, cobardía, concesión de nuestro terreno (entiéndase proyecto de país) a los mismos que odiamos.
¿En qué momento permitimos que se nos
dividiera de este modo? Se asoma esta como otra de las obsesivas preguntas que
lanzan las olas del Estrecho sobre mí. ¿Comenzó todo con los españoles, la “Conspiración
de la escalera”, la supuesta traición de
Zenea, los clubs de tabaqueros en Tampa
y Key West financiando la utopía martiana mientras Maceo y Gómez desafiaban y
enredaban al pequeño hombrecito de negro en una aventura bélica que, obvio
resultaba, él no sobreviviría? ¿Cuántos de nosotros somos quienes enredan y
malmeten en esta contienda? ¿Cuántos los que nos entregamos a la fe en esos que
están poniendo su sangre, pan y verbo para terminar esta pesadilla? ¿Quiénes
estamos dispuestos a parar este juego de una vez? ¿Será que un día podremos
ponernos de acuerdo y muy “indignados” (tal y como estamos) a la usanza de las juventudes del primer
mundo, ir a ocupar no las viejas casas o propiedades en ruinas, sino las calles
de todas las ciudades y pueblos de aquella isla nuestra y reclamarla (junto a
quienes allí permanecen) de regreso? ¿Será que algún día convendremos en que el
embargo es una obsoleta aberración imperialista
y efectivamente injerencista que facilita el juego de los dueños de la
finca? ¿Qué nos impide juntar fuerzas de una vez?
¿Quién ganó en esta guerra sin guerra? Me
pregunto mientras otro avión me lleva de regreso a una tierra en donde me sé
para siempre perdedora, traducida, pobre… no importa cuánto el decorado de mi
exterior insista en lo contrario.