En febrero de 2011, viviendo aún en West New York, la poeta Odette Alonso nos invitó a participar del "Ciclo de Escritoras Latinoamericanas" que cada año organiza en la Feria Internacional del Libro de Minería en México D.F. Yo había salido de Cuba en el 2006 para asistir a esa misma feria; pero la ansiedad de llegar a mi destino final (Maya en Nueva York) no me dejaron cumplir entonces con mi compromiso. En estos días se cumplen siete años de aquel intento fallido de estar en Minería y dos de que regresara a presentar parte de mi trabajo, acaso a saldar aquella vieja deuda. Odette me pidió en esta segunda ocasión que participara en una mesa sobre los desafíos de escribir en español en Estados Unidos y efectivamente escribí un texto que no llegué a leer por no desentonar con la dinámica del coloquio que fue mucho más desenfadada, menos melancólica que lo por mí anticipado. Nunca mencioné lo que llevaba preparado. Lo olvidé con la tranquilidad de haber hecho lo correcto.
Anoche me regalé una cena con dos amigas que aunque jóvenes en mí, se acrecientan profundas en mis afectos: Anadeli Bencomo y Rose Mary Salum. Sus credenciales profesionales son muy fáciles de rastrear, así es que por una vez me ahorro el alarde de amigas que tengo muchas ganas de hacer. Cenamos en mi cubano favorito de Houston y resolvimos una buena parte de la crisis mundial. Pero Rose Mary nos trajo a ambas algunos libros de regalo. Y digo "pero" con la descarada intención de hacer creer al lector que ese gesto arruinó la noche. Y así fue si es que 'ruina' se puede igualar con 'sobresalto', 'hallazgo de interlocutor', 'epifanía' por el encuentro con traductores e interpretes para una larga cadena de experiencias no contadas; de vidas sufridas en silencio.
El título de marras forma parte de la colección "(Dis) locados" que acaba de inaugurar la casa editorial Literal Publishing, dirigida, no tan casualmente por Salum. Hablo, en fin, de Poéticas de los (Dis)locamientos (2012); una colección de ensayos que la investigadora Gisela Heffes ha editado y en donde entre otros, aparecen textos de Silvia Molloy, Cristina Rivera Garza, Isaac Goldemberg, Arturo Arias y Rose Mary Salum.
Qué cómo se se conectan los eventos? Es decir México, Minería, restaurante cubano, 2006, 2011, las amigas y este texto? Allá voy.
Sin intención de emular con los autores de la colección o a destiempo reclamar una inclusión donde sin falsas modestias no creo tener un lugar, la propuesta de Heffes reactivó de inmediato mis sensaciones más primarias al emigrar y escribir en español, contra viento y marea, contra Nueva York o Houston. Aquel texto para Minería 2011 apareció como fantasma que anhelante deseara hablar con sus otros iguales, seguir la charla con mis amigas para siempre. Llorar frente a ellas por el más hermoso de los ensayos, escrito (I'm so sorry, but it's true) por la misma persona con la que horas atrás brindara con sangría. El ensayo de Rose Mary "Tres semillas de granada" -en donde cuenta sus periplos culturales del Líbano a Tejas pasando una vida en el México más lindo y querido de todos- me sobrecogió hasta el insomnio. Aquí les comparto:
Enfrentar la confusión que crea la mirada del Otro al percibirnos, la extrañeza mostrada cuando advierten un acento, la inclinación de su cabeza cuando hablo, el incremento del volumen de su voz cuando me contestan y el regodeo de la dicción cuando se dirigen a mí: Where-do-you-originally-come-from? La mirada perdida cuando tratan de entender palabras que en mi dicción se pronuncian exactamente igual: beach/bitch, bean/bean, leave/live. Cuál es la diferencia? Una i larga, una i corta? Las exquisiteces de la comunicación. (200)
Fragmentos como este fueron, en fin, responsables de esta entrada a destiempo, de esta ansiedad de contar lo que no por muy sabido dis-loca menos. Para ellas, Anadeli y Rose Mary, va aquel texto olvidado; pero no por ello menos vivo.
Escritora en Nueva York
La ciudad es una caja o mejor una roca metida en una caja. Entro y salgo de ella con habilidad. Bordeo la roca cuando estoy dentro usando sus pasadizos interiores. Túneles, autobuses del este al oeste y viceversa, trenes del norte al sur y viceversa. La ciudad es una caja como aquellas enormes para vestidos de novia que salían en las películas de Hollywood que trato de no ver. Mi ubicación en ese interior gigante se inicia por el oeste. Allí comienza al decir de Jo Labanyi “el ciclo de tropiezos”, ejercicio de esquivar el constante y posible encuentro con esos otros cuerpos que se abalanzan desde la prisa. La ciudad es entonces y cada mañana desde el oeste una caja de evasiones. Un resumen de saltos en donde evitamos la entrega, en principio natural, de un cuerpo frente a otro. La ansiedad ante el posible tropiezo, su evasión, se extiende por la caja y deviene un enorme cartel lumínico en donde se evade también el contacto de los ojos, el roce mínimo de las pieles, la palabra. La ciudad es elipsis. La caja su blanca envoltura fabulada, su muestra de silencio.
Un día tuve veinte años y cerrar los ojos e imaginarme en Nueva York mientras Ella Fitzgerald y Louis Amstrong hacían las voces de una necesitada canción de cuna eran todo mi equipaje. Autumn in New York, why does it seem so inviting repetía en una jerigonza que atormentaba a mi madre -quien gritaba desesperada a las vecinas que ya estaba su hija otra vez con la cancioncita de Oto en Nueva York… veinte años y la certeza de que aquel barrio que me recibía cada fin de semana al volver de la Universidad, nunca comprendería que yo ya había encontrado los misterios de la poderosa ciudad. Que los había descifrado entre las escenas de Hanna y sus hermanas y las disonancias eclécticas de El danzón de Moisés del cubano-judío Roberto Juan Rodríguez.
Veinte años y la felicidad de creer saberlo todo y la ausencia de las lecturas de Jane Jacobs con su “Vida y Muerte de las grandes ciudades americanas” en donde el Nueva York del East Village se mostraba seguro en sus aceras mientras más vecinos imaginariamente danzaran en la calle; vigilando y castigando, al decir de Foucault, cualquier atentado contra la seguridad del barrio.
Y de tanto cantar, invocar a ese Oto en Nueva York que desquiciara a mi madre fue que un día me vi allí. Traía una maleta pequeñísima en donde entraron dos juegos de ropa interior, dos camisetas, un pantalón, mis dos brevísimas colecciones de cuentos publicadas en mi país, el manuscrito de un tercero que 4 años después vio la luz y unas revistas con algunos artículos que podrían sostenerme en la idea de que yo gustaba de escribir y que sin duda continuaría haciéndolo en la ciudad de mis más cándidas ensoñaciones juveniles. Y así ha sido.
He escrito en Nueva York en eternas noches de desvelo, en meses de enorme angustia esperando por la legalización de mi estatus de inmigrante, en la clásica contraportada de los libros mientras viajaba infatigable en los trenes, en los Delis de comida internacional donde esperé horas para mi próximo turno de clases, en los muchos dispositivos electrónicos con los que me saturo de información y me adicto a la hipercomunicación, en los autobuses que me llevan desde mi pueblo al oeste del río Hudson hasta el centro de la caja, en el cubículo sin paredes del colegio donde trabajo, en el maravilloso ordenador que me regalo en navidad, en el pasillo que conduce al baño de mi minúsculo apartamento.
Escribo en Nueva York para recuperarme de la ansiedad que me genera cada día el tránsito por la caja, la evasión de la mirada, la piel, el empujón que me niegan en el metro y hace las delicias de Labanyi al definir el concepto moderno de ciudad. Escribo para sobreponerme a la elipsis verbal, a la desidia. Y obviamente porque no tengo otro remedio.
Asumido pues lo que resulta incontrolable, me invento entonces un argumento, me digo que con la escritura construyo mi propia caja. Ese espacio en donde se superponen las imágenes del colega de matemáticas que me niega el saludo en el ascensor con la del viejito cubano que se aparece sin más en mi apartamento cuando estoy dispuestísima a ver una película iraní; él ha venido a traerme unas manzanas y conversar un poco sobre la isla sin remedio. Escribo para hilvanar en una pieza única los sabores del restaurante Taos en donde no sirven agua del grifo sino la de unas finísimas botellas que elevarán la cuenta hasta parajes innombrables, con las del chico de Honduras que nos trae un vino de mesa destapado y maloliente porque aún no entiende el protocolo esencial del buen mesero.
Escribo desde un pueblo que bien mirado sigue siendo aquel de nombre cruel que aparece en mi certificación de nacimiento, esa prueba tan frágil como arrolladora de la identidad. Es Nueva York en Matanzas o al revés. Hay un viaje cíclico que intento sintetizar en un blog de aire que nombro de igual modo; es un viaje cíclico que apretujo en la caja del vestido de novias que no usaré. La caja en donde conviven la roca con túneles de la isla de Manhattan y las calles desiertas de Matanzas con las que sueño sin parar. Todo suena dentro de mí como el mar dentro de las caracolas. Y lo escribo.
Porque a pesar de los silencios, el tropiezo esquivado, el ballet vigilante en las aceras y el cansancio, un enorme cansancio que consigue a veces cubrirlo todo, sé que cerraré los ojos y estarán mi madre y las vecinas riendo por mi canto desafinado en la buhardilla. Que sonará el timbre de la puerta y será el vecino bajo pretexto de manzanas. Que la ciudad, como quien dice la caja, la casa, el espacio de ser y de escribirlo son una ficción del ojo envilecido… la muchacha de provincias que fui, que soy, prefiere seguir leyendo a Eliseo Diego en su divertimento favorito, “De Jacques”, aquel en donde el bravo corsario no es más que un juguete levantado por la mano del tendero que lo envolverá para que un niño lo lleve a casa. Con el viejo Diego, esa será siempre mi mejor fantasía: todas las ciudades, la ciudad, son un pretexto, un escenario de fondo.
Pronto alguna mano poderosa me envolverá y amaneceré en nueva casa, hablando de lo mismo.
Octubre,
2010 y noche de brujas
Anoche me regalé una cena con dos amigas que aunque jóvenes en mí, se acrecientan profundas en mis afectos: Anadeli Bencomo y Rose Mary Salum. Sus credenciales profesionales son muy fáciles de rastrear, así es que por una vez me ahorro el alarde de amigas que tengo muchas ganas de hacer. Cenamos en mi cubano favorito de Houston y resolvimos una buena parte de la crisis mundial. Pero Rose Mary nos trajo a ambas algunos libros de regalo. Y digo "pero" con la descarada intención de hacer creer al lector que ese gesto arruinó la noche. Y así fue si es que 'ruina' se puede igualar con 'sobresalto', 'hallazgo de interlocutor', 'epifanía' por el encuentro con traductores e interpretes para una larga cadena de experiencias no contadas; de vidas sufridas en silencio.
El título de marras forma parte de la colección "(Dis) locados" que acaba de inaugurar la casa editorial Literal Publishing, dirigida, no tan casualmente por Salum. Hablo, en fin, de Poéticas de los (Dis)locamientos (2012); una colección de ensayos que la investigadora Gisela Heffes ha editado y en donde entre otros, aparecen textos de Silvia Molloy, Cristina Rivera Garza, Isaac Goldemberg, Arturo Arias y Rose Mary Salum.
Qué cómo se se conectan los eventos? Es decir México, Minería, restaurante cubano, 2006, 2011, las amigas y este texto? Allá voy.
Sin intención de emular con los autores de la colección o a destiempo reclamar una inclusión donde sin falsas modestias no creo tener un lugar, la propuesta de Heffes reactivó de inmediato mis sensaciones más primarias al emigrar y escribir en español, contra viento y marea, contra Nueva York o Houston. Aquel texto para Minería 2011 apareció como fantasma que anhelante deseara hablar con sus otros iguales, seguir la charla con mis amigas para siempre. Llorar frente a ellas por el más hermoso de los ensayos, escrito (I'm so sorry, but it's true) por la misma persona con la que horas atrás brindara con sangría. El ensayo de Rose Mary "Tres semillas de granada" -en donde cuenta sus periplos culturales del Líbano a Tejas pasando una vida en el México más lindo y querido de todos- me sobrecogió hasta el insomnio. Aquí les comparto:
Enfrentar la confusión que crea la mirada del Otro al percibirnos, la extrañeza mostrada cuando advierten un acento, la inclinación de su cabeza cuando hablo, el incremento del volumen de su voz cuando me contestan y el regodeo de la dicción cuando se dirigen a mí: Where-do-you-originally-come-from? La mirada perdida cuando tratan de entender palabras que en mi dicción se pronuncian exactamente igual: beach/bitch, bean/bean, leave/live. Cuál es la diferencia? Una i larga, una i corta? Las exquisiteces de la comunicación. (200)
Fragmentos como este fueron, en fin, responsables de esta entrada a destiempo, de esta ansiedad de contar lo que no por muy sabido dis-loca menos. Para ellas, Anadeli y Rose Mary, va aquel texto olvidado; pero no por ello menos vivo.
Escritora en Nueva York
La ciudad es una caja o mejor una roca metida en una caja. Entro y salgo de ella con habilidad. Bordeo la roca cuando estoy dentro usando sus pasadizos interiores. Túneles, autobuses del este al oeste y viceversa, trenes del norte al sur y viceversa. La ciudad es una caja como aquellas enormes para vestidos de novia que salían en las películas de Hollywood que trato de no ver. Mi ubicación en ese interior gigante se inicia por el oeste. Allí comienza al decir de Jo Labanyi “el ciclo de tropiezos”, ejercicio de esquivar el constante y posible encuentro con esos otros cuerpos que se abalanzan desde la prisa. La ciudad es entonces y cada mañana desde el oeste una caja de evasiones. Un resumen de saltos en donde evitamos la entrega, en principio natural, de un cuerpo frente a otro. La ansiedad ante el posible tropiezo, su evasión, se extiende por la caja y deviene un enorme cartel lumínico en donde se evade también el contacto de los ojos, el roce mínimo de las pieles, la palabra. La ciudad es elipsis. La caja su blanca envoltura fabulada, su muestra de silencio.
Un día tuve veinte años y cerrar los ojos e imaginarme en Nueva York mientras Ella Fitzgerald y Louis Amstrong hacían las voces de una necesitada canción de cuna eran todo mi equipaje. Autumn in New York, why does it seem so inviting repetía en una jerigonza que atormentaba a mi madre -quien gritaba desesperada a las vecinas que ya estaba su hija otra vez con la cancioncita de Oto en Nueva York… veinte años y la certeza de que aquel barrio que me recibía cada fin de semana al volver de la Universidad, nunca comprendería que yo ya había encontrado los misterios de la poderosa ciudad. Que los había descifrado entre las escenas de Hanna y sus hermanas y las disonancias eclécticas de El danzón de Moisés del cubano-judío Roberto Juan Rodríguez.
Veinte años y la felicidad de creer saberlo todo y la ausencia de las lecturas de Jane Jacobs con su “Vida y Muerte de las grandes ciudades americanas” en donde el Nueva York del East Village se mostraba seguro en sus aceras mientras más vecinos imaginariamente danzaran en la calle; vigilando y castigando, al decir de Foucault, cualquier atentado contra la seguridad del barrio.
Y de tanto cantar, invocar a ese Oto en Nueva York que desquiciara a mi madre fue que un día me vi allí. Traía una maleta pequeñísima en donde entraron dos juegos de ropa interior, dos camisetas, un pantalón, mis dos brevísimas colecciones de cuentos publicadas en mi país, el manuscrito de un tercero que 4 años después vio la luz y unas revistas con algunos artículos que podrían sostenerme en la idea de que yo gustaba de escribir y que sin duda continuaría haciéndolo en la ciudad de mis más cándidas ensoñaciones juveniles. Y así ha sido.
He escrito en Nueva York en eternas noches de desvelo, en meses de enorme angustia esperando por la legalización de mi estatus de inmigrante, en la clásica contraportada de los libros mientras viajaba infatigable en los trenes, en los Delis de comida internacional donde esperé horas para mi próximo turno de clases, en los muchos dispositivos electrónicos con los que me saturo de información y me adicto a la hipercomunicación, en los autobuses que me llevan desde mi pueblo al oeste del río Hudson hasta el centro de la caja, en el cubículo sin paredes del colegio donde trabajo, en el maravilloso ordenador que me regalo en navidad, en el pasillo que conduce al baño de mi minúsculo apartamento.
Escribo en Nueva York para recuperarme de la ansiedad que me genera cada día el tránsito por la caja, la evasión de la mirada, la piel, el empujón que me niegan en el metro y hace las delicias de Labanyi al definir el concepto moderno de ciudad. Escribo para sobreponerme a la elipsis verbal, a la desidia. Y obviamente porque no tengo otro remedio.
Asumido pues lo que resulta incontrolable, me invento entonces un argumento, me digo que con la escritura construyo mi propia caja. Ese espacio en donde se superponen las imágenes del colega de matemáticas que me niega el saludo en el ascensor con la del viejito cubano que se aparece sin más en mi apartamento cuando estoy dispuestísima a ver una película iraní; él ha venido a traerme unas manzanas y conversar un poco sobre la isla sin remedio. Escribo para hilvanar en una pieza única los sabores del restaurante Taos en donde no sirven agua del grifo sino la de unas finísimas botellas que elevarán la cuenta hasta parajes innombrables, con las del chico de Honduras que nos trae un vino de mesa destapado y maloliente porque aún no entiende el protocolo esencial del buen mesero.
Escribo desde un pueblo que bien mirado sigue siendo aquel de nombre cruel que aparece en mi certificación de nacimiento, esa prueba tan frágil como arrolladora de la identidad. Es Nueva York en Matanzas o al revés. Hay un viaje cíclico que intento sintetizar en un blog de aire que nombro de igual modo; es un viaje cíclico que apretujo en la caja del vestido de novias que no usaré. La caja en donde conviven la roca con túneles de la isla de Manhattan y las calles desiertas de Matanzas con las que sueño sin parar. Todo suena dentro de mí como el mar dentro de las caracolas. Y lo escribo.
Porque a pesar de los silencios, el tropiezo esquivado, el ballet vigilante en las aceras y el cansancio, un enorme cansancio que consigue a veces cubrirlo todo, sé que cerraré los ojos y estarán mi madre y las vecinas riendo por mi canto desafinado en la buhardilla. Que sonará el timbre de la puerta y será el vecino bajo pretexto de manzanas. Que la ciudad, como quien dice la caja, la casa, el espacio de ser y de escribirlo son una ficción del ojo envilecido… la muchacha de provincias que fui, que soy, prefiere seguir leyendo a Eliseo Diego en su divertimento favorito, “De Jacques”, aquel en donde el bravo corsario no es más que un juguete levantado por la mano del tendero que lo envolverá para que un niño lo lleve a casa. Con el viejo Diego, esa será siempre mi mejor fantasía: todas las ciudades, la ciudad, son un pretexto, un escenario de fondo.
Pronto alguna mano poderosa me envolverá y amaneceré en nueva casa, hablando de lo mismo.