Sunday, July 14, 2013


Pido la voz y la palabra
"Escribo
 en defensa del reino 
del hombre y su justicia.Pido 
la paz y la palabra. He dicho
 «silencio», 
«sombra», 
«vacío» 
etcétera.
 Digo
 «del hombre y su justicia»,
 «océano pacífico», 
lo que me dejan. 
Pido 
la paz y la palabra."

Blas de Otero


La primera de estas fotos fue tomada en la ciudad de Matanzas en el año 1956. Al centro mi madre está cumpliendo siete años  y sobre ella (de izquierda a derecha) sus dos abuelas: Catalina y Caridad. Justo detrás de Catalina su padre y tía. Justo detrás de Caridad, con unos raros objetos en las orejas, su madre. El barrio en donde vivían mi madre y abuelos todavía hoy resulta curioso con todo y las mixturas de clase y raza que consiguió la Revolución y su nunca bien ponderada democratización. Y digo curioso porque antes de que ese proceso  irrumpiera en las vidas de todos, el barrio de Pueblo Nuevo fue desde siempre una zona de trazado rectangular, casi exacto, delimitado en sus vértices laterales por dos calzadas llenas de casonas de puntal alto, tejas francesas, grandes y espaciosas habitaciones con acceso a un patio central o lateral, cochera y gigantes puertas que aún alardean sobre el poder económico de sus primeros habitantes en la quizá floreciente República cubana. Mientras las decenas de callecitas interiores de ese mismo barrio, su corazón, están abarrotadas de solares multifamiliares, cuarterías que tanto evocan al barracón de la era colonial y la economía de plantación y las casas familiares (que también las hay) suelen ser modestas, amontonadas una sobre la otra, casi haciéndose daño de tan juntas y propensas a la poca intimidad. Si se presta atención a la foto no hará falta aclarar de cuál de las dos áreas del barrio viene mi birracial familia de mediados del siglo XX. El escándalo menor (pues para los pobres los escándalos son lujos que no se pueden permitir) del matrimonio forzado de mis abuelos (embarazada y con 15 años ella, enajenado y Don Juan mulato él) hubo de encontrar hogar en el corazón del Pueblo Nuevo y con este gesto el origen del malentendido que ha sido la vida de sus descendientes.

La segunda imagen que hoy  traigo es de mi cumpleaños octavo. Para entonces vivo ocasionalmente con mi madre y su esposo de la raza negra en un barrio en donde no predomina la mixtura. Allí la Revolución hizo (en el sentido de disipar segregaciones) poco o nada. Se trata del antiguo prostíbulo y zona de juegos de la ciudad desde casi su fundación. Barrio a la orilla de la desembocadura del río Yumurí, casi cercano a la marina en donde se estibó el azúcar que salía de las muchas plantaciones de la provincia, la que al parecer llegó a ser la primera exportadora de ese derivado de la caña en el siglo XIX. Durante la naciente República, después de la abolición y otras conquistas, la Marina fue zona de prostitutas, chulos y jugadores. Después de 1959, algunos de esos vicios pasaron a ser prácticas clandestinas y los hijos de sus habitantes fueron a la escuela gratuita y obligatoriamente, devinieron deportistas, siguieron tocando la rumba de siempre en el solar. Viajaron mostrando la cara más folclórica y nunca olvidada de la nación (Los Muñequitos de Matanzas, Afrocuba, etc). Las dos niñas a mi izquierda son mis primas. Con ellas vivo todos los meses que no paso con mi madre en el barrio de los negros. El resto, son mis amigos de esas temporadas. Con ellos me rompo las rodillas, juegos a los agarrados, los escondidos, el pon (la rayuela) y las casitas en algunas de las salas de los cuartos de solar en donde viven o en la pequeña salita de mi casa con puerta a la calle y baño independiente. Mi madre será nieta y bisnieta de esclavos, hija de mulato y mujer de negro; pero hay que marcar la diferencia. Ella pasa por blanca y también yo. Somos ridículamente admiradas por ese color que es más una broma de la genética que un hecho a probar. Espero que mi madre a los siete haya estado igual de confundida que yo a los ocho. Con todo y la democratización revolucionaria.

Esta larga y personal introducción parecería no aportar nada al debate nacional que ocupa a los norteamericanos en el día de hoy: el caso Zimmerman versus Martin. No sólo la cuestión racial en el Caribe tiene otros derroteros sino que además tuvimos en mi país una revolución justiciera e igualadora y encima yo parezco blanca. No soy norteamericana a pesar de mi conveniente pasaporte que me hace volar largas líneas y chequeos incómodos en la vieja Europa y la burócrata América Latina. No sé nada. No puedo, por definición, entender de qué va esto. Quizá.

De ahí que haya echado mano de mi negro pasado, mi genealogía que no por expuesta hasta el cansancio me legitima ante el dolor, el saber tan poco de la experiencia del gueto, el no haber sido casi nunca (que lo de latina US carga lo suyo también) sospechosa de ser sospechosa. En mi barrio marino nunca me rechazaron en los juegos por ser de otro color aunque a veces, si se ponían bravos conmigo (digamos porque hiciera alguna trampa) me gritaran en este orden: gorda, blanca, deja la trampa, chica... Pero básicamente mi otredad era motivo enfatizado por mi familia e ignorado por mis amigos. Esos de los que mi abuela ojiazul (la de los raros artefactos en la oreja en la primera foto) y su hermana ojiverde (extrema izquierda de la misma imagen) me quisieran rescatar. No pude ir a la escuela con ellos, ni a los campamentos de exploradores, ni a las escuelas al campo. No pude besar a ninguno/a como suele pasar en esa edad de descubrimientos. Mi abuela y tía-abuela me arrebataban de allí con insistencia. Mi madre las dejaba por motivos que dan igual ahora.

Ellos eran Trayvon Martin y yo Marc Zimmerman. De mayor, bien podía haber llevado la pistola si en Cuba se vendieran legalmente armas de fuego. Pude haber tomado la ofensa infantil de gorda y blanca a su mayor extremo. Pude querer borrar de un solo tiro a la bisabuela Catalina, la misma que provocó mi madre fuera abandonada por su primer novio una vez que éste la conoció: "Mis padres me han dicho que nuestros hijos podrían salir negros", fue el argumento de ese amor adolescente que ya no volvió.

En este doloroso debate de hoy, la encrucijada cubana parecería no tener peso. Mejor acomodarnos en las conquistas de la revolución y listo. Pero el caso Zurbano (aunque él mismo niegue semejante título) habla de algo más. De un racismo estatalizado del que además no se puede aún hablar ni siquiera desde la academia o el libre pensamiento. 

Trayvon Martin nació condenado a la muerte del mismo modo en que año tras año decenas de jóvenes negros estadounidenses son asesinados por la mismísima policía que alega en todos y cada uno de los casos defensa propia. La mixtura racial de la mayor parte de la humanidad no nos libera del odio al otro/a diferente. Ironía mayor que se devela avasalladora cuando buscas entre las viejas fotos de familia, de cualquier país, cualquier rincón, y descubres el gigante malentendido que es vivir. Por todo ello y a pesar de saber poco o nada de estas cosas: pido la voz y la palabra.