Ser gord@, no es exactamente cosa de vag@s...
A Ilo, ella sabe bien por qué
Inspirada por un par de artículos que circulan estos días por la red (beingfat y fatprejudice) decido darme una semana de asueto en las reseñas que aquí escribo y comentar -por primera vez públicamente- algo indisolublemente ligado a mi existencia: ese, mi ser gorda.
No tengo una sola memoria de mí siendo de otro modo. Los procesos de auto-reconocimiento a partir de una mirada externa y que la memoria guarda, están en mí inevitablemente asociados a la preocupación de mi tía Zoyla en torno a mi exceso de peso o a los comentarios de amigos y vecinos sobre lo "alta" y "llena de masitas" que era para mi edad. Curiosamente son también de estos años las memorias de la toma diaria de B-Complex (en cubano bicomplé) para que comiera, porque más inapetente no podía ser.
Pero llegaron los cinco años y la operación que retiró amígdalas y adenoides de mi sistema respiratorio y desaparecieron mis constantes fiebres y supuestamente con esa "buena salud" mi ganancia acelerada de libras no se hizo esperar. Y fue así que me llevaron del otorrino al endocrino, de la mirada compasiva de las vecinas ("qué alta y qué masitas para su edad") a la auténtica preocupación de amigos bien intencionados ("esa niña está muy gorda, ¡hagan algo antes de la adolescencia!").
¡Y, Dios, cómo hicimos! Gimnasio, tabla gimnástica, banda musical con ensayos de hasta tres horas de marcha y baile diario, dietas asesinas de tres cucharadas de arroz, tres de frijoles y 100 gramos de carne. Nada cambió. No adelgacé una libra, no estiré en la adolescencia (otra esperanzada hipótesis, esa vez protagonizada por mi complaciente abuela).
No adelgacé en esos años, ni en los de la Vocacional (para los no cubanos: escuela interna preuniversitaria entre los 15 y 18 años) en los que hacíamos hasta diez vueltas a la gigante pista de atletismo tres veces a la semana y sólo comíamos arroz, sopa de arroz y arroz con leche). Tampoco sucedió en los cinco años de la Universidad de La Habana en los que me recuerdo llorando de hambre en las madrugadas, porque el menú de la Vocacional era adornado en la residencia habanera con gorgojos (bichos del arroz, otra vez para los no cubanos o no iniciados en los mundos del becario revolucionario).
En los casi treinta y seis años vividos, la única vez que me he visto más o menos aceptable fue en torno a los 21 años, cuando me enamoré perdida y a todo el imperio del arroz que nos daban en "la beca", añadí una abstinencia que sólo rompía para una naranja, un huevo hervido y una galleta integral diaria. Perdí 40 libras y gané (¡cómo no ganar algo!) un principio de úlcera que con los años y el yogurt del exiliado se ha atemperado y apenas me molesta.
Me gustaría añadir que siempre he sido "caminadora" (por gusto y por las ciudades y circunstancias en las que me ha tocado vivir), energética, fanática del voleibol, el baile, la natación y los aeróbicos -que eso sí, dejo de vez en cuando, presa de la desesperanza. ¡Pero coño, no han visto cuánta bicicleta monto!
Pero nada de lo anterior lo sabe la mirada acusadora que instalan la publicidad y la "disciplina" del "bien saber estar" en aquellos con un metabolismo otro. Los elegidos de la insulina, los que no padecen sus excesos de producción, suelen mirarnos con condescendencia, piedad y no poca repulsión. ¿Cuántas parejas de chicas lesbianas recaen en el estereotipo de dos obesas? Además del complejísimo entramado de subjetividades que la llevan a una a semejante elección sexual, no puede evitarse la pregunta de si buscar el calor de otro cuerpo, aunque sea de naturaleza idéntica, no termina siendo la opción que "por defecto" algunas de estas chicas se ven precisadas a elegir. Me distancio porque no es mi caso (¡válgame Dios! ¡lo mío es más perverso! tampoco el de Maya, que siempre fue flaca e hija de Safo) pero, repito, no puede evitarse la pregunta.
Se me acabarían los pelos de la cabeza si asignara sólo uno de ellos a las veces que he recibido esas miradas condespiadorepulsivas de las que hablo... son miradas que traspasan todo estanco de educación, afecto o buenas maneras. Son miradas "programadas" para mirar de ese modo. Y quizá sea esa urgencia, esa sed, esa HAMBRE de "profecía autocumplida" que padecemos los que a tan temprana edad comenzamos a identificarnos con, como, desde ellas (somos las miradas) lo que justamente no nos estimula en el proceso.
Me gustaría hacer un paréntesis para aclarar que no estoy tratando de minimizar mi responsabilidad en la obesidad que padezco. Si bien es cierto que me fue genéticamente legada, no puedo olvidar que con una naranja, un huevo hervido y una galleta diarios, puedo alterar esa herencia tan dramáticamente que parecería una sílfide hermosa. Tampoco juzgo o paso cuentas a los amigos (ah, mis bellos amigos) que por años se han auténticamente preocupado por mi salud y mi apariencia: NO WAY, JOSE! Sólo quiero, dar un continuum en español a esos artículos leídos recientemente e invitar un poco a la reflexión.
Cuando veo a un niñ@ extra-obes@, mi primera reacción (Maya es testigo) es la de sentir una pena muy honda, muy aguda. Pienso en las razones genético-emocionales que le han llevado a esas tallas. Me duelo por la historia que hay detrás. El dolor llenado con comida (especialmente dulces) que trata de ocultar tras ese abdomen agresivo, irreverente. Porque sí, señores del jurado: hay un enorme componente emocional en todo esto. No, no me contradigo. Sí, son la insulina y el metabolismo; pero el dolor, la falta de dulzura y/o seguridad parental, la ansiedad originada desde razones infinitas y un largo etcétera asociado al "cuerpo emocional" (uno invisible y poderoso al que queremos compensar) tienen su impacto.
Me gustaría decir que pretendo con este texto ponerme en una autopicota terapéutica y una vez elaborados en "voz alta", "frente a ustedes" todos mis demonios, hacer mi último sacrificio y "bajar" (el verbo más odiado); pero les mentiría VORAZMENTE. Sin embargo, (ah, la edad qué cinismo delicioso me convida...) sí quiero compartirles que descubro que cada día pienso menos en "la mirada"; en cualquier ojo que no sea mi ojo, en cualquier mano que no sea la mía cuando acaricio mi vientre herido de estrías, mis senos enormes de "madre nutricia" (¿se acuerdan de cómo fueron las venus un día?), mis brazos que levantan pesas dos veces por semanas y se hacen cada vez más sólidos; pero permanecen idénticos de gruesos.
Descubro que mi camino es hacia dentro, hacia un lugar en donde no necesite más el helado a medianoche, la pizza frente a la peli, las galletas con queso crema (cuántas me prohibieron, cuántas me robé de nuestra propia nevera) antes de dormir o en plena madrugada.
Descubro que soy laboriosa y sensual e increíblemente fiel a mis amigos y lista (un rato) y hasta afinadísima al cantar (dale, Rube, déjame creerlo) y no escribo mal (silencio absoluto de mis editoras: Odette et al) y que en fin, toda esa voluptuosidad se hace metáfora en mi cuerpo "orlado de masitas". ¿Lo han entendido? ¡NO SOY VAGA! Solo muestro cohesión entre mi cuerpo y mi intelecto... ¿pueden, flacos del mundo, decir lo mismo?