Sunday, March 25, 2012

Jesús Jambrina y las tortugas de la memoria...

Jesús Jambrina es una de esas personas-personajes (recordar que todo relato, especialmente el de la realidad, es tejido de ficción) para quien fui absolutamente invisible durante todos los años que compartimos escaleras, mínimos y escasos minutos de ascensor, sopa de arroz, arroz y arroz con leche en la misma bandeja de F y 3ra -quien necesite aclaración sobre esta geografía que me deje saber en nota al pie. Uno de los miembros de lo que ahora llamo con amigas tan cínicas como yo misma: The Boy's Club. 
Y eso estaba bien.
Ellos eran mayores de edad, se la pasaban leyendo en la Biblioteca Nacional, en la de la UH, en la Casa de las Américas, entendían el aula universitaria como el sitio más estéril del mundo y sobrevivían a puro té de algo y discusiones bizantinas entre la mugrosa escalera de la residencia estudiantil (quiero decir LA BECA, finamente) y por supuesto el malecón.
Tengo una breve, discreta epifanía: todo  sucedió para que él escribiera el libro que hoy les presento: Nosotros y las tortugas  (Editorial Fuga, Santiago de Chile, 2008). O al menos así lo aclara el paratexto "A los lectores" que como advertencia conduce a aquellos por la antesala de lo que vendrá más tarde. 
Jambrina cuenta aquí de los catorce años que pasó pergeñando estos poemas, de la falta de fe de un profesor que en su día los leyera, de su modo de entender a la poesía y sus rizomas.Todos los chicos del Boy's Club circulan por las páginas, tienen su poema dedicado, aparecen jóvenes y sabios en sus paisajes naturales. El poeta cuenta también que son los años de la desidia y la rabia, el hambre y la curiosidad que la mitiga, el animal escondido que más tarde será fuego en la llovizna de su exilio.
Me deslumbra el cuaderno llegado hasta aquí (hasta mí) cuatro años después de su publicación porque por primera vez converso con aquel muchacho que presentí tal y como aquí autogestiona su imagen. Es el del tono  desalentado, anti mesiánico, humilde, grave como solo son graves las pequeñas cosas. Es el que puede identificarse con el hongo y sus imbricaciones con lo poético, su mirada
Me deslumbran además la perdida (o su búsqueda) de la frontera entre hombre y animal, el verlo como lento se desplaza hacia la sabiduría salvaje, pre-lingüística, de estos; su capacidad sensorial, la puesta en marcha de un discurso que nombra al amor que entonces no resultaba tan fácil pasear orgulloso por las calles de La Habana. Es la tortuga haciendo el camino lento de los versos cocidos con sangre y pan a secas.  
Marco el libro con delirio, tengo mil preguntas para su autor, mil historias que mi ojo vio sin saber que las veía y quiero solo corroborar que no lo soñamos todo. Llevo semanas reescribiendo esta breve nota, temiendo que Jambrina se entere de que aquí estoy, en el balcón del piso doce, el de la izquierda, mirando cómo muero en los campos, mientras él, con su vestidura de animal sabio y duro, morirá  -pies y abdomen- hacia arriba.

Sunday, March 18, 2012

Los Aguiares y la dulce mentira de un regreso



Fueron exactamente quince los años esperados hasta este día; este segundo, gélida tarde sureña, en que la infinita red del pescador cayera delicada sobre el pez música. Para que me pusiera mi traje de borlas blancas y rosadas y pidiera a mi madre que el chico más guapo del barrio me sacara a bailar. Y es un click y dice Aguiares, otro donde disco,  un tercero y se abre el “Fin de semana” y ha sucedido otra vez: Rubén Aguiar, el enfant terrible, el niño invisible de los cantautores de entresiglo, el genio oculto lo ha hecho. Sí, el mayor de ellos, los Aguiares –esa familia de músicos cubanos que no ha cesado desde su mera y cercana infancia de producir maravillas- está de regreso. Y con él sus hermanos: Ángel, Danny, bajo, clarinete, percusión… Y con ellos la madurez encantada en las voces de Judith Rodés y Amarilys Rodríguez.
La fusión de géneros melódicos, tan abusada en este  renacer postmoderno, este eterno recomenzar cíclico, asciende un paso, se recobra, parece enamorar. Bases rítmicas harto familiares al oído caribeño desfilan con elegancia. Parecería que las anuncian a la entrada de los míticos palacios que nunca tuvimos en la isla: es la zamba, el bolero, la guaracha, la guajira; es estridencia ausente, es la canción en las formas en  que la desea el/la adolescente tembloroso/a que pone en su pecho la cabecita blanda de su amor. Es la canción que justa necesita el borrachín abandonado en el bar de cualquier esquina del mundo, la del amante que perdió en la China del Norte o en el barrio de al lado a aquella/aquel que supo amarlo por el largo curso de toda una vida y ahora ya no es sino polvo enamorado.

Y son los mismos. Los Aguiares. Los que en La Habana de hace quince años abracé con la certeza que abrazas a quien no verás ya nunca. Los que han nos recibido a todos los “escapados” del vértigo y la claustrofobia en Madrid cinco, ocho, once, quince años después con unos abrigos enormes y unas frases que irán cambiando nuestro curso(pulso) vital de manera irremediable.
Son ellos. Los mismos. Están rodeando a su padre en Rusia o Nicaragua. Están en el patio de las malangas enredadas en el cielo de la Plaza de la Vigía. Los que entretienen a turistas obesos en la única playa que podrá calentarnos los huesos en la hora final. Son los Aguiares, tarde de corales  en las iglesias de cualquier ciudad cubana. Los de las sinfónicas. Los de las bandas de salsa. Los que inventaron una vez el carnaval. Los que a Madrid coronan de reina isleña.
Entre todo lo posible, apuesto por esta producción independiente, por este vino de la casa al que el sello Bujío ha dado amparo, por este conjunto de piezas que aseguran a modo de Dulces Mentiras, un retorno al país natal. Porque hay modos y modos de regresar. Y en este viaje, ostentan los caminantes cuánto han aprendido. Las formas estéticas que bombardean la radio bajo etiquetas de pop latino o rumba fusión visten en esta entrega galas de lujo.
Son los Aguiares, repito mi credo con la esperanza de que en el nombre del padre esté el reino de los hijos. Y con gusto esperaría quince años más para que me acariciaran oído, cuerpo y alma de este modo.


Para más información y el disco, pulse aquí: http://www.aguiares.net/

Monday, March 12, 2012

Mylene Fernández Pintado o la esperanza de una esquina para fundar


En una muy reciente publicación de la página web buzzfeed.com destaca entre las seleccionadas como las cuarenta y cinco fotos más poderosas del año 2011, una en la que un chico australiano de nombre Scott Jones besa a su novia, la canadiense Alex Thomas. Están tirados en medio de la calle en un ejercicio que sería la envidia de secretos exhibicionistas; especialmente porque en los planos primero y tercero de la misma instantánea aparecen los representantes de la fuerza policial canadiense. Este amor desafiante –somos informados al salir de la conmoción que la imagen provoca- lo es más porque Thomas acaba de ser golpeada por aquellos que persisten en su vigilancia. Y lo es sobre todo porque la ciudad que impertérrita los abandona en medio del asfalto es la misma que los cuida. Los ojos-vigía que no vemos, pero sin dudas presentimos en las aceras, son los verdaderos guardianes de este amor atravesado por la crisis bursátil, sociopolítica, absurda (como toda crisis frente a la inminencia de la muerte) por la que transita hoy ese llamado primer mundo. Sólo el amor resiste, parecería ser su lema. Un lema que, a pesar de sus coloridos episodios, se viene abajo en la última entrega de la escritora cubana Mylene Fernández Pintado: La esquina del mundo (Ediciones Unión, 2011).


“Un amor de ciudad” sería quizá un subtítulo ideal para este texto, un segundo posible título para una edición homenaje a su autora dentro de cincuenta años. Porque la ciudad de La Habana es su cómplice y su verdugo. Una ciudad que desconoce las aseveraciones de  la activista norteamericana Jane Jacobs cuando nos convoca a un proyecto motivador, si se quiere utópico de una urbe posible, de un “deber ser citadino”; constatable en ciertas áreas como ese Greenwich Village (Manhattan) al que convierte en alegoría y centro de análisis en su ensayo ejemplarizante “The Uses of Sidewalks: Safety”[1] y en donde reconoce a todos aquellos que pueblan las aceras (los que en cualquier punto de la ciudad marchan de prisa hacia sitios de trabajo o estudios y también a los integrantes de un barrio específico y sus rutinas) como participantes de un mismo sistema de vigilancia y seguridad para los habitantes de la ciudad, aún cuando sean desconocidos entre sí.
Mientras, La Habana de Fernández Pintado desconoce la violencia en sus formas clásicas de armas de fuego o mafias asesinas; pero se sumerge en edificios de vecinos –como aquel en donde vive Marian, la protagonista- en donde cada uno de sus habitantes ha perdido referente y se deleita en largas siestas mientras los parientes de Miami les cuidan el sueño o viven de glorias pasadas o simplemente salen al malecón (la acera esencial de La Habana) como única forma de alimentar sus cuerpos atiborrados de sueños por cumplir.
Montada sobre una clásica antihistoria de amor para antihéroes/heroínas desfallecidos, esta esquina del mundo habanero le da los buenos días, las buenas tardes y las buenas noches a las aceras de la capital isleña con una tristeza que escapa a los límites que la propia Françoise Sagan imaginó para su novela. Porque cuando la desanimada y aún en proceso de duelo Marian, conoce a un joven escritor tras la muerte de su madre colapsan sus mundos reducidos a un carro detenido (digamos la Historia), unos alumnos repetidos como clones de una misma generación frustrada en la consecución de sus más caras utopías y un trío de amigos tan al margen de la realidad global como ella.
Los paseos por La Habana posible (tanto como el Greenwich Village de Jacobs) se alternan con la mirada útil a las posibles versiones del libro sobre La Habana real que desde el balcón de Marian habrían de escribirse. El amor resistido de la foto que ahora mismo recorre el mundo, se desvanece en esa herida infinita que cambió su traje de exilio por el de simple migración económica (con sus muchas excepciones) en los últimos veinte años.
Finalmente Daniel –el posible chico habanero para besar, tendidos los dos, en cualquier acera del Vedado, Playa o la misma Habana Vieja a esa amante recién golpeada-  trae consigo todas las preguntas (también los posibles viajes imaginarios) a la esquina de la que ni Marian, ni Sergio, ni Marcos, ni Irene, ni BiDi, ni Adrián necesitan escapar.  Porque con todo y el vacío, la ausencia (hasta de fuerza policial) y la internalización de la marginalidad frente a lo global, La Habana sigue siendo el único lugar del mundo en donde sus ciudades interiores podrían  recomenzar el infinito trazado de calles, aceras y alcantarillas con las que sueña todo fundador.

                                                                                                



[1] Este ensayo pertenece al libro Death and Life of Great American Cities. Publicado por Jane Jacobs en 1961, Random House, Inc., New York.

Tuesday, March 6, 2012

Manuel López, el arquero aquel


Una de las imágenes que con mayor fuerza ha cautivado  mi imaginación, es aquella robada a Margarite Yourcenar en uno de sus ensayos sobre la experiencia amatoria. Allí establece la escritora,  con simulado descuido, que los líquidos del amor son sangre, pero sangre blanca... dinamitada así toda referencia histórica y cognitiva, el resto de su texto iluminado regresa una y otra vez a su bautizo y habla de la "sangre blanca del amor",  como si tal cosa, con esa enorme capacidad para fundar que tienen los genios...
Anoche recibimos el libro de poemas Yo, el arquero (Editorial Velámenes, 2011) de Manuel A. López (Manny) y esta tarde, harta de lenguaje académico y cientos de ensayos que hablan de lo mismo y que serán siempre leídos por disciplina y nunca por pasión, me he invitado a este primer libro de López, con el temblor (debo confesar) con que se lee a los amigos. Miedo agigantado si ese amigo es además ducho en otras artes (digamos la de ser el promotor cultural más ambicioso y generoso que la ciudad de Miami nunca conoció). Pero allí me fui y con la manos mojadas de sangre blanca, he llegado hasta acá, para invitar a Manny (el primero de esta serie de reseñas que hoy inicio) a un paseo en la parrilla de mi bicicleta.
Los textos de esta entrega rezuman penitencia, urgencia de ser, deseo infinito de estar en un tiempo/espacio específicos: el del amante y la morada que aquel pareciera no proveer. Son versos sufrientes, puestos a prueba en el gozo secreto que regalan las canciones de amor, esas que cantamos para que sólo un destinatario las escuche. Desafinando o no, hacemos versiones infinitas, vamos alargando la sílaba que estremece más, cerramos los ojos si I (really) should lose you...  y es que toda la banda sonora de este  amor, todo el mundo de referencias paralingüísticas y paraliterarias de este libro son el libro mismo.
Manny López ha acertado en esa estrategia de extrañamiento que propone desde el título Yo-aquel, es el mismo juego con su desconocido que Rimbaud,  Freud  o Plauto  nos ayudaron a desempolvar, acaso a hacer muy útil: Je est un autre/ Eros y Tánatos/Homo homini lupus. Y es que justo en esa posibilidad de alejarse para verse encuentra al fin su ventana para escribirse. La resistencia a autoreconocerse como amante-poeta (bautizado y húmedo de sangre blanca) se traspasa en esta entrega. Textos como "Busco sonetos perdidos"; "He decidido perderme en poemas" o "Cada poema escrito" denuncian también ese ejercicio mayor de dualidades en el que primero se ha flagelado para luego dejarse estar, vencido al fin por la fiebre de la escritura.
Formalmente hablando (qué chistoso, cómo se puede ser formal desde la parrilla de una bicicleta ROJA!!!) y permitida la entrada a escena a la académica que recibe el sueldo para así hablar, lamento las imperfecciones de tipografía, la ausencia de acentos donde van, el descuido de los revisores. Para el poeta tengo la fe insistente de que vendrán otros libros, otros modos de permitir al otro que siente campamento en su alma y disponga otras flechas para que no muera el arquero, sólo él sabe de la magia blanca y húmeda que lo conducirá de regreso a su verdadera casa.

Sunday, March 4, 2012



Una bicicleta roja

En el año 1985, mi madre me compró un velocípedo rojo de dos plazas. Nunca he vuelto a sentir tanta  libertad como cuando lo montaba en la acera de la transitada calle donde vivió y murió mi tía Zoyla. El velocípedo duró allí unas pocas semanas. Y es que a mi prima le habían prometido (los reyes de la libreta de abastecimiento) una bicicleta.
El brillante velocípedo (repito que tenía dos plazas) resultaba más lógico porque éramos también dos personas,  pero ni modo, mi prima quería lo que quería y mi madre era sólo un peón al servicio de la reina tía. De este modo y con mucha mano izquierda, mi madre consiguió verter el revés en victoria, quiero decir en bicicleta. Consiguió que unos amigos que habían comprado una a su hijo, quisieran el velocípedo a cambio de darnos su bici.
No hace falta decir que apenas pude montarla, que mi prima, seis años mayor y princesa absoluta de aquel reino, apenas me dejó usarla, gritar libre y alegre por la peligrosa calle que otrora recogiera al velocípedo.
Luego tuve un novio y ese novio tenía unos padres quienes eran profesores universitarios, cuando en el 1993 el descalabro era ya herida abierta -sí, Galeano, y chorreábamos por todas partes- a mis suegros les "otorgaron", por méritos sindicales, unas bicis para que llegaran a tiempo a clases. Ellos, cansados como estaban de tanta fe, tanta juventud dejada en las calles de La Habana, Moscú y San Petersburgo (que claro está nunca ha dejado de ser Leningrado en sus cabezas), nos la dieron a su hijo y a mí de inmediato. Con aquella otra bici, verde y proveniente de la lejana China, anduve por las calles de Matanzas buscando siempre algo que colgar en sus manubrios: pan para esa noche, vegetales para el cumpleaños de  mi madre, las frutas que caían en el patio de mi abuela pero que en realidad pertenecían a su vecino. Todo terminó cuando no quise más a aquel muchacho. Devolví a mi querida suegra (no es irónico, aún la adoro) su bici otorgada a cambio de fidelidad y silencio y volví a caminar como si tal cosa.
Hay una bici más hasta la que hoy me ocupa, pero esa refiere a una historia ajena, una amiga trabajando con turistas alemanes que se la compró y no la usó nunca y cuando ya no era más que un trasto inservible me la regaló y no pude usarla por lo arriba expuesto.
Hoy  hace exactamente ocho meses que nos hemos mudado a un suburbio de la ciudad de Houston. El nombre de este sitio es muy gracioso en español porque puede traducirse (según pongas el ojo) como "la tierra de la perla" y también como(traducción correcta) "la tierra de la pera". En este lugar de antiguos campesinos, hoy abarrotado de  familias de clase media  y media alta, somos una nota discordante. Dos islas en la isla de la pera, dos hijas de la Perla de las Antillas, sin perla real, dos mujeres cubanas (latinas? hispanas?) sin hijos y con una diferencia de edad que hace a los vecinos asumir que la una es la madre de la otra.
En este punto perdido de Dios, tan lejos de todo lo que fui (referente, historia y futuro) y tan cerca de un hastío fecundo en tanto ennoblece en la intemperie al alma sola,  la madre-amante me ha regalado  una bicicleta roja. Y es restitución de aquella arrebatada en accidentada infancia y también de la otra resignadamente devuelta en la adolescencia y es sobre todo motivo para recomenzar estas escrituras de blog. Un blog que una vez más intentaré usar como estandarte de mi propia reinvención.
Hoy, cuatro de marzo del 2012, cumplidas ya algunas promesas y con la habitual ansiedad de quien sabe que quedan muchas estaciones pendientes, les invito a montarse en esta bicicleta roja. Después de todo, parece lo más verdadero y quizá por esta vez sólo mío que pueda  ofrecer.